Uno nunca sabe por qué va a necesitar una cuerda

Azufre para las llagas

Estimado lector, espero que arribes a este puerto con la mente abierta. Como te comenté en el artículo anterior, los relatos que aquí narraré pueden llegar a estremecer hasta al más confiado de los lectores. De ti depende seguir leyendo.

El primer testimonio que te traigo es uno de los que más me sorprendió, por su frágil inocencia. Se llamaba Adrián, o eso leí en los periódicos meses después. Era un chico muy joven, de unos veinte o veintiún años (en mi trabajo no andamos preguntando esos detalles, son de muy mal gusto). Lo conocí en Madrid, en un bar del que no daré su nombre. Un lugar sobrio y tranquilo, con intimidad asegurada. Un rincón seguro donde putas, mamporreros, camellos y asesinos nos relajábamos después del trabajo, o aprovechábamos para hacer contactos. Cualquiera que se dedicara a estos menesteres sabía lo que se iba a encontrar al cruzar las puertas del local.

Adrián entró despeinado y con andares de pato mareado. Estaba claro que aquella era su primera vez. Se sentó en la barra y pidió una cerveza. Me fijé que le temblaban las manos, gruesas gotas de sudor perlaban su frente y tenía una herida reciente en el cuello, un arañazo. Yo estaba sentado a su lado tomando lo de siempre, un dry Martini (prefiero la cerveza fría y con poca espuma, pero la imagen en mi negocio es fundamental). El chaval se bebió la cerveza de dos tragos, pagó con un billete arrugado y pidió una segunda. Hizo lo mismo, de nuevo, y le pidió al camarero una tercera. Este lo miró con cara de «no aguantaré un borracho más en este bar», pero al ver el temblor de su pierna yo mismo me adelanté.

—Invito yo.

El chico se giró y me miró arrugando la nariz.

—No hace falta, colega. Tengo pasta, ¿ves?

Sacó una cartera repleta de billetes y, al hacerlo, un pañuelo con un cargado perfume de mujer y un nombre bordado cayó al suelo. Estaba manchado de sangre en una esquina. Me agaché y lo recogí. El rostro del chaval se tornó amarillo como la cera.

—En primer lugar —le dije guardando el pañuelo en el bolsillo de su chaqueta—, no soy tu colega. Y en segundo lugar, deberías de tirar las pruebas del crimen de tu novia cuanto antes.

—¿Cómo…? Yo…No. 

Le hice un gesto con las manos para que dejara de hacer aquello. Odio que la gente titubee. Si te han pillado, asúmelo. No hagas perder el tiempo ni aburras a los demás. El chico agachó la cabeza y murmuró:

—No era mi novia. Ni siquiera la conocía. Solo sé que se llamaba Raquel.

Crucé las piernas y encendí un cigarrillo. Le ofrecí uno a él y lo rechazó.

—¿Un encargo? —Si era alguien nuevo, de la competencia, sería mejor que apurara rápido su tercera cerveza, porque no saldría vivo del bar.

—¿Qué? ¡No! Ya le he dicho que no la conocía.

Me relajé. Reconozco que el chico había despertado mi interés. Iba bien vestido, olía bien, pelo castaño, ojos azules y cuerpo atlético. Un yupi de la parte alta. Pedí otro dry Martini y para él otra cerveza. 

—¿Te arrepientes? 

—¿Es usted un cura? —Abrió los ojos tanto que su cara se deformó.

—¿Tengo aspecto de sacerdote, hijo? —Negó con la cabeza—. Es pura curiosidad. Estás sudando, se te ve nervioso, pero no estoy seguro de si es por excitación o arrepentimiento. Si es lo segundo, te aconsejo que dejes la cerveza y te dirijas cuanto antes a la comisaría más cercana.

El joven se mordió el labio y ahogó un suspiró. Conocía ese gesto, estaba reviviendo el momento de la muerte.

—No es cura, pero puedo confiar en usted, ¿verdad?

Levanté las cejas, un principiante hablando al demonio de sus travesuras. Este chico era carne de trena. Afirmé y le apremié para que empezara.

—Nunca había hecho esto antes. Vivo con mis padres en la Gran… —Tosió—. En un barrio bueno de Madrid. Estudio derecho, tengo novia desde hace dos años y salgo todos los fines de semana a los mejores locales de la ciudad. (Lo que yo pensaba, un yupi). Quiero decir que a mí nunca se me había pasado por la cabeza… Pero esta noche, tras dejar a mi novia en su casa, dejé el coche bien aparcado y me puse a caminar. Hacía buena noche y no me apetecía volver tan pronto a mi casa. Entonces la vi. Una chica de pelo rizado y rubio, con unas grandes… —Volvió a toser—. De pronto pensé que era una inconsciente por caminar sola de noche y por ese callejón en el que apenas había luz ni pasaba nadie a esas horas; que cualquiera podría atracarla o hacerla daño. Y, no sé por qué, se me ocurrió que con la cuerda trenzada que llevaba en el bolsillo…

—¿Llevabas una cuerda en el bolsillo? —le interrumpí.

—Sí. La había comprado esa tarde. Uno nunca sabe cuándo puede necesitar una cuerda.

—Claro. Continúa.

—Bueno, el caso es que pensé que sería muy fácil pararla para preguntarle la hora y, cuando ella bajara la cabeza, agarrarla por detrás y ahogarla con la cuerda. No sé por qué lo pensé. Solo era un pensamiento. Pero cada vez que ella se acercaba más a mí, mi excitación aumentaba y más fácil lo veía, hasta tal punto que creí que explotaría allí mismo, ¿entiende? —Di una calada al cigarrillo y asentí—. Así que, cuando pasó por mi lado y me sonrió, lo hice. 

El chico retorció las manos a la altura de su cintura y cerró los ojos.

—No le dio tiempo a gritar, pero me arañó el cuello. Cuando dejó de luchar, le cerré los ojos y la dejé en el suelo. Recogí la cuerda y entonces vi su pañuelo con su nombre y lo cogí para limpiarme la sangre. Así descubrí cómo se llamaba. —Me miró a los ojos—. ¿Sabe? Creí que me sentiría mal, pero no paro de pensar en el momento en el que dejó de respirar, en su agitación, en el olor de su perfume… ¿Soy un monstruo? 

Di un trago largo a mi copa y saqué la cartera para pagar esa última ronda.

—No, chico. Eres un asesino en serie.

—¡Está usted loco!

Dejé el dinero en la barra, me levanté del asiento y me marché. 

Hasta que le pillaron, seis meses después, había estrangulado a cinco mujeres y dos hombres. Cuando fue preguntado por la cuerda, siempre negó que la hubiera comprado para matar a esa gente. No dejaba de repetir que: «Uno nunca sabe cuándo puede necesitar una cuerda trenzada».

Consejo número dos: cuando vayas a una tienda, fíjate en aquellas personas que compran cosas normales como una cuerda, hilo de pescar o tijeras de podar. Puede que una de ellas se esté preguntando cuántos usos más se le pueden dar.