Cazadores en la ruta del samsara

Cruzando los límites


Del galope al cruzar el río emerge un enjambre, un racimo de gotas tan grande que parece una flor, pero entre los pétalos también se percibe el vapor que surge de la boca de los caballos y, si el olor fuera visible, la mugre que arrastran los jinetes.

El camino sigue entre los rastrojos, pero las partículas de polvo que levantan con su galope no son más que ascuas del infierno que van a provocar, porque van a poseer a las mujeres y luego a matarlas con la esperanza de cruzar los dedos con algún demonio.

Su objetivo es engañar al samsara, la rueda de la vida que los obliga a reencarnarse, así que, por tamaña maldad, lo harán en los cinco mil animales sin conciencia que, según Heródoto, precederán a su nueva existencia, y pasarán cincuenta mil años antes de que puedan convertirse otra vez en humanos, tiempo suficiente para que nuestra especie sea un estrato olvidado.

El pueblo pastún al que se dirigen en las cordilleras afganas, un brote de energía consciente en medio de las estériles vaguadas, una retícula simple en forma de adobe, es el típico asentamiento que se confunde con el paisaje. Todos los hombres murieron en la última escaramuza en el desfiladero con los trols que ahora los atacan, y solo quedan las mujeres para defenderlo.

Alaia es quien dirige la defensa, lleva una abaya de un azul tan profundo que es como si acabaran de arrancar un pedazo entero de lapislázuli del corazón de la montaña, las mangas en forma de alas de murciélago bordeadas de estrellas de plata, porque es en esencia el cielo lo que lleva puesto. Ha repartido a las mujeres por los tejados planos, como piezas de ajedrez sobre un gigantesco tablero de barro.

Cuando sujetan el kalashnikov de sus maridos muertos, es como si se abriera una puerta a su cielo, donde no hay hombres, sino ríos de agua fresca y miel en los recodos de una tierra fértil dispuesta a abrazarlas. Y no saben siquiera si aquellas armas viejas dispararán cuando una nube de polvo anuncia la llegada de Einar Skejeggete, el barbudo, porque, a este señor de la guerra, la barba le llega a la cintura, sobre un oropel de latón que le cubre el pecho. Podría ser el demonio, pero es solo un hombre de otro país que quiere el poder, con sus cuarenta assasin al galope, reventando el aire.

La única ventaja que tienen es que el barbudo no espera ese recibimiento, y lo que ve, al anochecer, son una treintena de luces sobre los tejados, una verdadera bienvenida hecha de luciérnagas. En el paraíso de su imaginación, esos quinqués que parpadean en el ocaso iluminan arroyos de hidromiel circundados de valquirias. En su Valhalla particular, cuando ellos mueran, tendrán el poder de transformar el agua en vino y el dolor en placer, y cada lágrima que salpique el aire se convertirá en un suspiro que absorber.

Por eso, entran en las calles confiando en que esas luces sean para iluminar su llegada, y que las mujeres sean regalos que el destino les ha preparado, más allá de las puertas cerradas de madera de roble torcido, sabina y ciprés, aun cuando la negritud que se percibe a través de las ventanas no augura ningún amanecer.

Una vez reunidos todos los jinetes en el centro del pueblo, se desata el infierno, la mitad de los kalashnikov no disparan, pero el resto cumple su función. Un trino potentísimo se une a los disparos, como si las balas del calibre 7.62 fueran jilgueros de plomo, tan huidizos y rápidos que resultan invisibles hasta que penetran en el cuerpo, sin cesar en su aleteo. El barbudo recibe una bala en el oropel, a través de la barba, y eso es suficiente para tirarlo del caballo, con una costilla rota. Tiene una visión momentánea del árbol, un granado, bajo el que va a renacer, pero enseguida se rehace y trata de alzar su arma, hasta que otro jilguero, cuyo trino se ha enrarecido en la súbita oscuridad, le atraviesa el ojo derecho y parte del cerebro, y siente como un lado del cuerpo deja de pertenecerle. Solo ve, a la izquierda, los cascos que están a punto de pisotearlo, hasta que, en su escaso ángulo de visión, donde el dolor crece sin control, aparece Alaia, con su abaya lapislázuli. ¡Dios, qué preciosa es esa mujer! En sus ojos negros lleva un pedazo de firmamento, pero ese que carece de estrellas, negro como materia oscura flotando en el seno de un planeta gaseoso, si las nubes de metano pudieran acariciarse con las manos.

Einar nació en Oslo, estudió astrofísica en California y comprendió el mundo, pero en su comprensión entendió que no hay nada más que la cultura, por bárbara y brutal que sea, y quiso recuperar el espíritu de sus antecesores vikingos en Afganistán, donde la ley pasa por las armas, y reclutó con dinero a cuarenta muyahidines locos. Alaia nació en Kandahar, estudió antropología en Londres, y volvió con su familia para defenderla de cafres como el barbudo, que creen que resucitarán bajo un árbol, junto a un río de vino, y que el universo girará a su alrededor.

Cuando el barbudo expira, Alaia le cierra el ojo sano, que se había quedado mirándola, porque quería llevarse ese ápice de belleza al gran salón donde poder explicárselo a los dioses, como si sus palabras fueran piedras preciosas que brotan donde debería prevalecer el valor de quien zanjó su locura asesina. No encontrará compasión en las valquirias, que se solidarizarán con la voluntad de hierro de una mujer que no encontró otra manera de seguir con vida.

Alaia se levanta y contempla el enorme trabajo que espera a las mujeres, mientras las moscas se abren camino desde el más allá en busca del bien preciado de la carne putrefacta.

Tal vez enterrados en la mina abandonada de cal encuentren esos hombres su destino, las once mil puertas que conducen a un río de vino rancio y amargo.

Cuando se quitan los cascos y vuelven a la realidad, Einar y Alaia se abrazan, satisfechos de haber comprado aquel juego de realidad virtual, Cazadores en la ruta del samsara. Desde que los ordenadores cuánticos se han hecho cargo de los videojuegos, es como vivir varias vidas, pero por mucho que la sangre y la nieve se introduzcan en el cerebro, tanto como el frío, el dolor, la pasión y la muerte, no hay nada como un buen abrazo al regresar, el tacto caliente de la piel, cerrar los ojos y sentir los labios, dejar que las lágrimas, las de verdad, se deslicen por las mejillas y lleven su salado océano al paladar, y compartir, sobre todo compartir, para superar los cien años sin enloquecer, convertirse un día en alcatraces, cruzar el océano, entrechocar las panzas, dejarse caer y morir arrastrados por un huracán para despertar riendo en el sofá.