En un hotel de alta montaña se celebró una convención. Estuve en el hotel durante dos semanas y coincidí con los asistentes a esa rara reunión. La mayoría de ellos eran hombres. Me pareció muy extraño que se celebrara un encuentro de trabajo en el mes más caluroso y vacacional del año. En plena ociosidad, las conjeturas más delirantes acudían a mi cabeza. Además, el hotel está aislado y no había otro entretenimiento que no fuera observar y sacar conjeturas sobre la vida de los huéspedes. Me llamó la atención desde el primer momento el orden en el que circulaban por los pasillos, como si desfilaran y apenas sin cruzarse palabra. ¿Quizás pertenecían a una secta? Los hombres vestían trajes oscuros, camisa blanca y corbatas ajedrezadas en verde y negro; las mujeres, cuatro, lucían trajes de chaqueta azul marino, faldas por debajo de la rodilla, blusa blanca y un pañuelo con el mismo dibujo y color de las corbatas. ¿Qué clase de empresa reúne a sus comerciales, o lo que fueran, uniformados al estilo rancio del siglo pasado y en un hotel perdido? Se me ocurrió que eran representantes de una iglesia, pero a saber cuál. La curiosidad me mantenía en estado de alerta desde el desayuno hasta la hora de acostarme.
En el hotel al que me refiero, he pasado dos semanas de agosto. No por mi gusto, pero ese es otro tema. Es un edificio que fue inaugurado a principios de los años cincuenta, vetusto, decorado en un abominable estilo suizo y que huele a cera para muebles y algo parecido a insecticida. Cretonas, sillones y sillas de madera, con respaldos cincelados que forman tréboles de cuatro hojas. Como es natural en un establecimiento semejante, en las paredes no faltan esquíes antiguos de madera, cornamentas de ciervos y cuadros de flores edelweiss. La piscina era el punto de reunión de los pocos clientes que no íbamos uniformados, cinco clientes en total con pocas ganas de socializar.
Antes de ir al hotel, en plena ola de horrendo calor, albergué la ilusión de que un hotel casi a 2.000 metros de altura, era el lugar perfecto para disfrutar de tranquilidad, de lecturas y paseo. El hotel está aislado, la población más cercana dista 12 kilómetros de distancia. Es hermoso y decadente visto desde lejos, rodeado de bosques, se oye circular el agua de un riachuelo en la parte más lejana del jardín. El edificio, estilo hotel de alta montaña alpino, y sus interiores se mantienen intactos desde hace más de sesenta años. Las maderas del exterior, oscuras y carcomidas por el tiempo, informan del declive del establecimiento. He de reconocer que es un lugar ideal para escribir una novela, acabar una tesis doctoral o aburrirse sin descanso, esto último es un placer que conduce, después de unos días de resistencia, a la aceptación y la complacencia; un estado mental contemplativo muy favorecedor para el espíritu y el cuerpo. La conexión a internet es muy deficiente y es casi imposible establecer contacto ininterrumpido más de unos minutos. Es maravilloso, pues nada interrumpe el ritmo del tiempo y la sucesión de pensamientos, algo inaudito para mí desde hacía años.
Mis planes de relajación, lecturas y naturaleza fueron sustituidos al cabo de cuatro días, por la vigilancia y la especulación sobre la identidad de los asistentes a la convención. ¡Cómo no observar a ese grupo de una veintena de personas que parecían haber caído desde un agujero espacio temporal! Silenciosos y ajenos a nuestra atenta observación, se encerraban en la sala de actos después del desayuno y también por la tarde. No se oía ni un murmullo. Solo coincidíamos en el comedor o en los pasillos de las habitaciones. Hablaban poco y en una lengua que a ratos me parecía una mezcla que sonaba a turco, finés o griego. Era inextricable y además, no se prodigaban en el parloteo, de manera que era imposible detectar el idioma. El aspecto caucásico con resabios orientales, el gesto triste y la piel pálida de todos ellos, reafirmaba mi sensación de hallarme ante un grupo de gente misteriosa. Al fin, me atreví a preguntar en la recepción del hotel de qué empresa eran los organizadores de la convención. No son de aquí. ¿De dónde son? Las preguntas las contestaba con evasivas. Unos días eran búlgaros y otros, macedonios. ¿Qué venden? No venden nada, estudian. Sí, pero ¿qué estudian?
Y así pasaron los siete días que duró la convención. Una mañana ya no aparecieron en el desayuno. Pregunté a un camarero. Se han ido muy temprano, antes de las seis, los ha recogido un autocar. ¿A qué empresa representaban? No lo sabemos, pero si quiere les dejo ver uno de los libros que siempre llevaban en la mano, se le cayó a uno de ellos al subir al autocar.
El libro era de tapas verdes y grueso como un misal o un diccionario. Y por fin creí estar a punto de desvelar la intriga. ¡Qué desengaño! El libro parecía un cancionero, estaba escrito en una lengua desconocida. Pensé que solo podían ser extraterrestres o viajeros en el tiempo perdidos en el siglo XXI. Inofensivos y muy entregados a su trabajo, desde luego. No quería abandonar el hotel sin antes averiguar quiénes había detrás de la convención. Mi obsesión estaba llegando a un límite enfermizo. ¿Qué significaba AA? Las siglas figuraban en el panel de entrada al salón de actos acompañadas de un sobrio Welcome.
Me hice la encontradiza con la directora del hotel. Antes de abordar el interrogatorio, la felicité por la organización y el ambiente tan especial del establecimiento; por la piscina eco sostenible, siempre llena de abejorros y libélulas ahogadas, de su fondo terroso que impedía un baño sosegado y libre de preocupaciones. Cuando la directora sonreía de satisfacción por los hipócritas halagos, le lancé la primera afirmación, en realidad, una pregunta disfrazada: ¡Qué majos los comerciales albaneses! ¡Y qué disciplinados! Con esa clase de clientes da gusto compartir el hotel, lástima que ya se hayan marchado. Tal como planeé, la directora me corrigió: Nooo, nada de albaneses, eran canadienses. ¡Qué me dice! Sí, sí, lo que oye, de la tribu de los Algonquinos, unos encantos de personas. AA, significa Algonquinos, por lo visto. Han venido aquí para completar un plan, según me dijo el jefe, aquel tan alto. ¿El gigantón con una peca grande en la nariz? Sí, ese, son gente muy agradable. Aquí han finalizado una gira por Europa. Buscan apoyos para recuperar los bosques de sus tierras y sus tradiciones. La más bonita es, en mi opinión, volver al Camino del corazón, como les llaman ellos a vivir en paz con sus semejantes. Se ve que eran tribus muy pacíficas y amorosas. ¿Y los trajes? Me parecen muy poco algonquinos. Lo propio hubiera sido lucir indumentaria tradicional, con pieles de animales y plumas de pájaros, argumenté. El traje no hace al monje, contestó la directora: esa ropa procede de una empresa que quebró, una empresa de material de oficina de Otawa, fue una donación muy bien recibida, ese dinerito que se han ahorrado. Para mis adentros pensé “a los Algonquinos el buen gusto y la elegancia les importa un bledo”.
Hoy, quince días más tarde desde que salí del hotel, leo en un periódico que una secta secreta recorre el mundo, lo último que se sabe de ellos es que se han reunido en un hotel de montaña. Entre sus objetivos figura el de acabar con dos tercios de la población mundial. Para no levantar sospechas, se hacen pasar por miembros de una comunidad ancestral que solo pretende volver a sus antiguas costumbres. La tierra sufre y nosotros somos los culpables, acusan. Algunos dicen que son enviados del Club Bilderberg camuflados, y que recorren el mundo para señalar posibles refugios cuando suceda el cataclismo. Aten cabos. Por si acaso, he reservado una habitación para pasar los meses de otoño. Y si la profecía no se cumple, al menos habré leído las obras completas de alguien, aún no he decidido de quién.