Busco amor verdadero no perecedero, que mantenga el vilo de lo indecible en cada arruga apostada en el deseo mutuo. Un amor que me sumerja y me eleve, que me afloje y me apriete, que se extinga y que renazca. Un instante y una eternidad. Un escalofrío valiente.
Un amor de sí y a los demás. Un amor de una noche vespertina, vaciado, rellenable, elástico y mordaz.
Un ser sin ser carnal. Que me prive de sustancia y me deforme, que se beba mis sentidos y engulla mi alma, si es que existe para entonces. Un animal, una bacteria o un protozoo que me posea en el laboratorio y conjeture libremente, que ensaye y yerre, que publique teorías, y se exponga a la refutación.
Un amor al azar; de azahar, esencialmente.
En realidad, afecto. Nada que no salga de aquí, que me sulibeye y ya. En armónico dicéfalo de diondres, aurispidiadamente, sobre trícoles ajancisos, envolecido de ril y mimpo, zancalejo, mesino o pitrente. Una palabra suya y las que se pierdan entre las piedras donde tropecemos dos y mil veces. Esas mismas. Ensimismamiento sin miramientos. En mal glíglico sin glosas y más allá del sesenta y ocho.
Un amor palindrómico al que me lleven todos los caminos.