Topónimos

Pesca de arrastre


Entiendo el término «topónimo» en su sentido más amplio: nombres propios de sitios, ya sean localidades, accidentes geográficos o incluso calles; por lo que detrás del nombre concreto hay a menudo un origen, una historia que contar. Como es el caso de la calle de la Ballesta, donde parece que hubo un cazador que montó un corral deportivo en el que se practicaba el tiro con dicho utensilio. Aun así, para la mayoría de los madrileños mayores de sesenta años ha sido toda la vida un barrio del centro de la capital donde se practicaba el sexo de pago.

La toponimia es para mí algo muy importante pues siempre la llevé conmigo, concretamente en la faceta de las relaciones amorosas. Distintas relaciones, distintos topónimos.

Cuando echo mi mirada hacia tiempos pasados y rememoro momentos vividos con mis antiguas parejas, me viene a la mente el recuerdo de lugares, sus nombres característicos, su fonética especial y sus connotaciones, todo lo que llevan consigo de especial significado, como si se tratara de palabras mágicas que, al evocarlas, me trajeran al presente sensaciones vividas en otros momentos. ¿Será que con los años me he vuelto algo nostálgico?

Mi primera novia la tuve en tiempos universitarios. Se llamaba Conchita. Ella era de un pueblo del norte de Madrid, Bustarviejo de la Sierra. Sus aficiones fueron el montañismo, el senderismo y el estudio de la fauna y de la flora serranas. Siempre la montaña. Hasta tal punto era esto cierto que cuando quedábamos en Madrid para darnos una vuelta, lo hacíamos en la calle Serrano. Con mi novia Conchita recorrí muchos senderos y subí, en largas caminatas, por las faldas de algunas montañas, como La Peña del Moro, La Peñota o el Cerro de los Hoyos. Bueno, también intenté subir las faldas de ella alguna vez, pero infructuosamente, que era muy casta y quería llegar incólume —o casi— al matrimonio. O sea, besuqueo y tocamientos a mogollón —que era lo que se llevaba entonces—, lo que se traducía en calentones y dolores testiculares (solo para mí). No había más. Luego rompimos la relación por un quítame allá esas pajas. No sé si ella consumaría el débito conyugal con algún otro, antes o después del enlace matrimonial.

La segunda pareja que tuve fue ya en la treintena. Se llamaba María de las Mercedes y era historiadora. Hizo la tesis doctoral, como no podía ser de otra manera, sobre la primera esposa de Alfonso XII, desde la boda hasta su muerte. Con ella, con la Mercedes del siglo XX, iba mucho al cine, pero no a besuquearnos como hacen las parejas en la última fila, la de los mancos. La verdad es que era algo estrecha y siempre había que ver dramones históricos, a ser posible relacionados con su especialidad. ¿Dónde vas, Alfonso XII? era su favorita. La vimos juntos dieciséis veces. Quizá por eso dejé de ser monárquico. A mi novia le fascinaban también las calles de Madrid que tenían nombres de oficios artesanos antiguos. Le gustaba mucho quedar conmigo en el Arco de Cuchilleros, en la Calle Bordadores o en La Ribera de Curtidores… Me explicaba siempre el origen del nombre. Luego nos tomábamos un vermut en alguna tasca de esas antiguas y para casita —cada uno a la suya— que se hacía tarde.

Ya cerca de los cuarenta llegó Luisita, la asturiana, acompañada siempre por la Regenta de Clarín, los lagos de Covadonga, don Pelayo y las trifulcas a pedradas con los musulmanes; aunque como buena asturiana contaba siempre aquello como una epopeya gloriosa, una gran batalla contra el infiel y no como lo que fue: una riña entre un grupo de pastores y unos moros despistados que andaban por aquellos riscos. Es cierto que, entre nosotros, hubo «conquista» mutua. Y como una vez reñimos, nos separamos y luego volvimos, cabría hablar también de «reconquista». Pero nos lució poco: ella era muy mirada y devota y tampoco me dejaba hacer guarrerías. Luego nos cansamos el uno del otro. Y hasta más ver.

Finalmente vino la Lupe, la choni poligonera, con la que no podía hablar de Neruda, ni de orografía, ni de cine de arte y ensayo, pero con la que follaba como si no hubiera un mañana. Aquello me compensaba un poco de tanta abstinencia pasada. El caso es que esta buena moza se dedicaba en su tiempo libre a ir al Rastro o a los mercadillos cuando más llenos estaban de personal, con todas esas amas de casa con sus carros atiborrados comprando en los puestos; o a darse vueltas por el metro en horas punta, con los vagones atestados de gente, que también hay que fastidiarse con ese mal gusto cuando se va tan ricamente en otros momentos en los que no hay casi nadie ni en el metro ni en los mercadillos. Pero ella era feliz así: le gustaba el gentío, la muchedumbre. Cuando salió de la cárcel, cambió de oficio. Sé que cambió. Lo que no sé es a qué se dedicó pues nunca quiso hablar de ese tema conmigo. ¿Que cuáles eran sus topónimos favoritos? No sé muy bien, pero andábamos sobrados de dinero y por casa siempre había algunos posavasos que se traía del trabajo. Quiero recordar algunos nombres como: Club Pigmalión, New Girl, Club La Sirenita, Casa Chuchupe… y cosas así. ¡Ah, qué recuerdos me traen!