La doctora Faustina Dupont, hasta hacía pocas horas fervorosa militante feminista, vacilaba entre el suicidio, cuyo resultado temía, y la magia, de la cual descreía. A la edad de cuarenta y dos años el balance de su vida le señalaba la bancarrota de todos los intentos. Durante la mañana había tenido un áspero cambio de palabras con el decano de la Universidad y éste le dio a entender que no se le renovaría el contrato. ¡Machista infame!, murmuró Faustina Dupont, sin importarle que el denuesto alcanzara los oídos del decano. Aquella misma tarde, por considerar excesivamente radicales sus propuestas reivindicatorias, las compañeras decidieron apartarla del consejo directivo de la Agrupación de Mujeres Libres. Lo peor era haber llegado a la certeza de que el joven y apuesto aunque por desgracia machista profesor Marcos Reinoso nunca la amaría: se lo había dado a entender durante el almuerzo, en la fonda cercana a la facultad. Ahora, en la soledad de su humilde apartamento de soltera, en la habitación que hacía de estudio, se decía que, a pesar de todos sus conocimientos, la vida no valía la pena sin amor y sin juventud; sin fortuna y sin prestigio. La vida no valía la pena si acontecía bajo el grosero poder masculino; la vida no valía la pena sin Marcos Reinoso, por quien vendería su alma al Diablo, a pesar de que no creía en el alma ni en el Diablo.
Mientras así cavilaba su vista iba de la pistola al antiguo manual de sortilegios, comprado la semana anterior en una librería de viejo, ambos sobre la mesa de trabajo. El raciocinio le hacía resignarse a la verosímil salida que ofrecía la pistola, pero un pellizco de desatinada esperanza la impulsó a tantear la brujería como penúltimo recurso, de modo que, no sin escepticismo, comenzó a leer la arcaica invocación a las fuerzas del Averno. Un súbito relumbrón cortó el chorro de sus plegarias. El libro se puso a arder, y entre el humo de las llamas fue dibujándose una silueta de mujer vestida con una suerte de mallot rojo. Una mujer hermosa, por cierto, salvo por las dos turgencias puntiagudas que le nacían en las sienes. Una mujer de cuerpo perfecto, salvo por las pezuñas de cabra que remataba las extremidades inferiores. Se hallaba en pie, encima de la mesa, pero enseguida descendió de un salto para ponerse a su lado.
—¿Me has llamado, Faustina? la voz era diáfana y modulada; muy femenina.
Faustina Dupont no pudo emitir palabras, pero atinó a asentir con la cabeza.
—Muy bien. No perdamos el tiempo: me ofreces tu alma, ¿verdad?
Faustina volvió a subir y bajar la cabeza.
—Y a cambio quieres recuperar la juventud y ser rica y renombrada, y también quieres el amor de Marcos, ¿verdad?
Faustina de nuevo asintió en silencio.
—De acuerdo. Supongo que ya sabes que en pago me quedaré con tu alma para la eternidad. Claro que sólo después de que mueras, dentro de algunos años. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí, lo sé dijo Faustina, que había recuperado la voz. También sé que eres el Diablo y que…
Con una estruendosa, larga y aguda carcajada, su interlocutora le cortó la palabra. Cuando se cansó de reír habló de esta manera:
—¿El Diablo? ¿Has dicho el Diablo? ¿Te parezco el Diablo? No sabes lo que dices, tonta. Por lo visto ignoras que, allá abajo, hace ya mucho tiempo que nosotras tomamos el poder.