Salimos del pueblo de Ginés casi a la hora de merendar y paramos en el kilómetro ciento trece de la carretera de Teruel a Sagunto, para repostar. Aquel fue un día memorable para Ginés y también para mí, por lo que sucedió luego. Ginés había conseguido sacarme de mi letargo veraniego y montarme en su vehículo adaptado —conduce él, que tiene polio, un coche peculiar, con el acelerador, el cambio de marchas y el freno en el volante— para llevarme hasta su pueblo y enseñarme la que fuera la casa de sus padres y que ahora es una ruina en una aldea piojosa que ni recuerdo cómo se llama. Ginés se ha pasado media vida cantando las alabanzas de su pueblo y ahora que estoy jubilado pretende que pasemos una temporada allí los dos solos y tal. Como es buena gente, no quiero contrariarle, pero no voy a permitir que con su insistencia me apee de mis principios. Estaría dispuesto a sacrificar mi amistad con Ginés si vuelve a proponerme la idea. La explicación ya se verá.
Repostamos gasolina y le propuse que tomáramos alguna cosa en el bar del área de descanso. El local estaba prácticamente vacío: había un camarero tras la barra y otro que pasaba la fregona en un extremo. En una mesa próxima al televisor, un viejo dormitaba frente un vaso vacío. Ginés pidió un café con leche y una magdalena y se fue al lavabo con paso vacilante. Como, además de cojo, es prostático, supuse que tardaría en volver, así que pedí una cerveza y unos cacahuetes e inicié una conversación con el camarero que me sirvió, un tipo regordete y calvo, de unos cincuenta años y gesto relamido.
—¿Ha reparado usted —le pregunté señalando al joven de la fregona— que aquel otro camarero se parece mucho al rubio de Los Morancos?
—¿Cómo no voy a reparar en eso…, si es mi pareja? —respondió con orgullo— Se llama Juan y ya llevamos catorce años juntos. Él dice que es primo lejano de Los Morancos.
La situación me sorprendió. No es que ignore cómo van estas cosas en el colectivo del arco iris, pero es que las diferencias entre el camarero gordito y su pareja eran notables. El uno, cincuentón, bajito, calvo y con panza. El otro, joven, alto, delgado y rubio, con un moñete en la cabeza y repelado por los laterales. Al gordito se le notaba bastante la pluma. Al otro, ni me fijé.
—¡Catorce años ya! —afirmé con aire pensativo— ¡Eso sí que es una pareja estable!
—Desde luego, estamos casados —continuó— y ahora vamos a adoptar una niña que nos permita experimentar la paternidad. La hemos encargado en China, que son más baratas y las traen enseguida.
En ese momento, Ginés salía del lavabo, abrochándose la bragueta y caminando a saltitos hacia la mesa donde yo estaba sentado. Quizá por el cansancio del día o por la emoción del momento se balanceaba más que de costumbre. El camarero nos miró al uno y al otro y no se le ocurrió otra cosa que preguntar:
—¿Y vosotros? ¿Cuánto tiempo lleváis juntos?
—¿Cómo? —me alteré.
—Sí. ¿Qué cuánto lleváis juntos? ¿Tenéis hijos? —la pregunta me dejó traspuesto—. Pues deberíais pensarlo. Un hijo hace mucha compañía. Con los casados, los trámites son más rápidos.
Me levanté con furia de la mesa y derramé sin querer el café con leche y la cerveza. Agarré a Ginés por el brazo y salimos del bar a toda prisa y sin pagar, como hubiera hecho una pareja desavenida. Desde luego, la culpa era de Ginés, con ese bamboleo que consigue con su pierna de trapo. Me hundí en el asiento del coche y no solté palabra hasta Valencia.
Luego, en la cama, avergonzado por los recuerdos del día, me prometí a mí mismo enseñar a Ginés el paso de la oca u otro gesto marcial que refuerce su masculinidad, como si eso fuera suficiente para evitar confusiones.