Gliese 180

Escalofríos


Ricard acaba de despertar. Lleva durmiendo largo tiempo. Concretamente, 36 años, 11 meses, 17 días, 14 horas, 22 minutos y 36 segundos. Mucho tiempo, demasiado tiempo, si no fuese porque ha permanecido hibernado desde que partiera de la Tierra rumbo a Gliese 180, a casi 38 años luz de distancia, embarcado en una de las más importantes misiones que ha tenido el ser humano desde que comenzó a reflexionar sobre el planeta azul… Y a transformarlo dramáticamente hasta el punto de convertirlo en un mundo envenenado y demasiado frágil para esperar una recuperación a corto plazo.

Los plazos, esos periodos de tiempo que para la humanidad se transformaron tanto en prisa como en necesidades, reales o inventadas, y que desembocaron en un consumo sin medida ni freno. Una velocidad tan frenética de producción que esquilmó la naturaleza sin ofrecer la posibilidad de que recuperase su vigor y frescura.

Las últimas generaciones alertaron del peligro de no frenar la utilización intensiva del planeta y lograron políticas de recuperación de tierras, aguas y aires para asegurar, al menos, un futuro posible sin miserias, hambres o pandemias.

A ello se aplicaron los políticos, y los pueblos obedeciendo sus recomendaciones. De manera paralela, los científicos siguieron buscando lugares más allá de nuestro sistema solar para, como si fuera un remedo de Arca de Noé, poder llevar allí representantes de nuestro mundo a fin de preservar nuestra vida en el futuro. Una vida posible, aunque fuera en otro planeta, aunque no perviviera en nuestro mundo.

Fue cuando se propuso una expedición sin retorno a Gliese 180 con un amplio grupo de seres humanos y algunas especies que pudieran ser útiles para esa nueva vida en ese soñado nuevo paraíso.

36 años, 11 meses, 17 días, 14 horas, 22 minutos y 36 segundos después de ser hibernados, los 3.337 hombres y mujeres y los 15.421 animales acaban de ser despertados de manera automática pocos meses antes de llegar al sistema de Gliese 180, y poder aterrizar en alguno de los dos planetas potencialmente favorables para asentar el reinicio de una civilización humana. Rodeándola, además, de lo adecuado, de lo imprescindible para una supervivencia con garantías para animales y plantas, para personas, para su creatividad y su arte; para su mundo.

Ha sido un viaje tan prolongado en el tiempo que todos sabían al entrar en la nave que se trataba de un trayecto de solo ida, sin retorno, que nunca más volverían a su Tierra ni verían a sus familiares o amistades, muchos de los cuales ya habrían fallecido en el momento en que la nave ha despertado a la tripulación y resto de viajeros de la expedición. Se trata de un viaje planificado al detalle, en el que, además de técnicos y científicos, hay personas de oficios tan diversos que pueda verse satisfecho cualquier tipo de eventualidad que pudiera surgir de la colonización del nuevo mundo.

Tras unos breves momentos de leve aturdimiento, cada uno de los ciudadanos de la nave ha tomado lugar en su respectivo espacio, se ha reunido con los allegados a sus labores y ha comenzado las rutinas de trabajo para afrontar estos últimos once meses de trayecto y preparar el inicio del asentamiento planetario a fin de que se concluya con éxito.

Todos. Menos Ricard.

Con gesto de dolor y el ceño fruncido, aún sigue tumbado en el camastro de hibernación. Está tratando de levantarse y de poner en funcionamiento su cuerpo para comenzar las tareas que le fueron encomendadas tras un minucioso periodo de preparación, previo al vuelo. Pero no puede. Hay algo que se le ha agarrado a la garganta y está a punto de explotar en forma de grito de angustia.

Los sistemas automáticos de la nave han alertado de este hecho y un cuadro de médicos ha acudido rápidamente al cubículo de Ricard para comprobar su estado de salud tras la hibernación o si ha surgido algún trastorno tras el despertar.

Ninguna otra persona o animal de la nave ha sufrido nada ajeno a lo predecible, salvo algún mareíllo o cefalea ligera, nadie, a excepción de él. Los técnicos se afanan para descubrir cuál puede haber sido la anomalía, no detectada por los sistemas automáticos de la nave, mientras que los médicos chequean el estado de salud de Ricard analizando todas las constantes vitales de su organismo.

La maquinaria electrónica ha funcionado bien y el estado de latencia de Ricard ha sido como el del resto de los seres vivos de la nave. Los doctores, por su parte, concluyen que su estado físico es absolutamente normal y nada tendría que estar afectándole, por lo que deciden que podría tratarse de alguna afección de carácter psíquico o emocional y solicitan al equipo de psicólogos que atiendan al paciente.

Ricard ha logrado sentarse con ayuda de los doctores y ha dejado que manipulen, ausculten y analicen su cuerpo, pero, pese a que nada parece afectar a su organismo, no consigue salir de su turbación. Mantiene la cabeza entre sus manos con un gesto de profunda angustia anegada de evidente pánico. No grita, no llora, no se agita por el dolor físico, pero es incapaz de pronunciar una palabra para describir su estado, tan metido como está en ese pozo de pavor en el que parece haberse despertado.

Una psicóloga agarra su mano y habla con él suavemente, tratando de hacerle salir de su estupor con palabras sencillas y cálidas. El resto del equipo de psicólogos observa y escucha la escena desde una posición distanciada para anotar las reacciones y buscar opciones a lo que ya han bautizado como trastorno del despertar del hielo.

Parece difícil aproximar a Ricard a la intención empática de las palabras de la doctora, pero, poco a poco, los temblores que sufre se relajan y consigue que separe el rostro de sus manos. Ante las acariciadoras palabras de la psicóloga, Ricard abre por fin sus ojos y en ellos se percibe una intensa presión provocada por un terror profundo, por algún miedo interior que marca ese gesto con claridad. Entonces, habla.

—Me aseguraron que no iba a soñar —dice con palabras entrecortadas por la ansiedad—. Me dijeron que dormiría sin sentir y despertaría sin recordar nada del tiempo hibernado.

La psicóloga le anima a que continúe.

—Pero nunca me prepararon para esto. He pasado 36 años… casi 37, sufriendo una terrible, angustiosa, descorazonadora e interminable… pesadilla.