Cuando la crisis del Covid-19 pase, los magnates de turno le pondrán precio a «la libertad» como antaño se lo pusieron a los bienes inmuebles.
De hecho, nos guste o no, cada día de confinamiento multiplica ‘ad infinitum’ su valor psíquico y el catastro egocéntrico del tiempo detenido disparata el pensamiento crítico como buhardilla habitacional.
En las Barcelonas y en los Madriles una plaza de aparcamiento, ahora mismito, vale más dinero que una casa campesina en mi aldea turolense con era, huerto y bancal.
Cuando el Covid-19 se haya integrado al pasaje del terror de la historia colectiva, «la libertad» será una arboleda en Tokio o un roce diletante en la memoria de quien supo amar y quizá, amó: el reverbero de una entelequia lujosa y prohibitiva.
Alguien observará que no hace falta espacio para sentirse libre, que no es preciso el cielo para poder volar. Y ese alguien sensato tendrá razón sin duda: la libertad existe donde existe la mente que la quiere real.
Hace años compartí box neurológico con un tetrapléjico. Estuvimos juntos más de tres horas. No sé qué lo llevó a allí; a mí, un leve traumatismo craneal al caerme, tontamente, en el vagón del metro. Estuvimos más de tres horas, decía, hablando casi sin parar. Sin despegar los labios. Como habla el suicida con el último mar. Ambos sabíamos que el habla es un eco ficticio y corporal.
Cuando vino la enfermera a asearlo, me pareció verlo llorar tras la cortina. No porque le cambiara los pañales, le pusiese ungüentos y en su fuero interno se supiese mártir de la indignidad. Lloraba porque en su cráneo no era tetrapléjico: era un jovenzano saliendo del agua celeste y sensorial.