La atención por los detalles tiene un efecto hipnótico para el observador porque es en lo insignificante donde asoman las contradicciones, la anomalía que nos avergüenza. Otras veces, no hay detalle que valga, un estallido breve en la calma de una vida mansa, advierte de que hay una caldera hirviente cuyo magma brota incontrolado al exterior. La conducta descabellada, imprevisible -ahora la gente la califica de brote de locura, antes era un desagradable ataque de nervios-, añade interés y atractivo al personaje en el caso de que sea artista o intelectual reconocido.
Que nuestro vecino, una persona amable y educada, inspector de Hacienda, aparezca un día en el ascensor con un embudo forrado de papel de aluminio en la cabeza, para protegerse de las interferencias extraterrestres, justifica el pitorreo vecinal. Sí, será un loco inofensivo, pero perderá para siempre nuestro respeto. Desconfiaremos de sus facultades y sospecharemos de su trabajo. A saber cómo revisará los expedientes tributarios sancionadores, nos diremos. Y estaremos, quizás, muy equivocados porque ese inspector de hacienda puede ser competente y puntilloso en su cometido. Su reputación de chalado borrará las habilidades contables que se atribuyen a quien desempeña esa profesión. El pobre contactado no tiene rango social suficiente para que cerremos los ojos a su extravagancia. En cambio, alcanzada una posición de gloria, las virtudes públicas entierran vicios y locuras; y las segundas pueden ser tan perversas como incomprensibles.
Uno de los casos más notables de cómo la ñoñez, aliada con la veneración social, causa daños materiales irreparables es el de John Ruskin. Crítico de arte, escritor, erudito, analista y compilador de los fundamentos arquitectónicos y artísticos protagonizó dos episodios que dan la medida de la locura que padeció. O quizás su conducta fue el resultado de un conflicto moral que no supo resolver.
En el año 1848 se casó con una joven de diecinueve años. La noche de bodas, al contemplar el cuerpo desnudo de su mujer, saltó de la cama y huyó del dormitorio. ¿Cuál fue el motivo? Según sus palabras, el pelo púbico de su mujer no era como había imaginado, le repugnaba su carnalidad. La chica, como es natural ante tal estampida, prefirió al artista John Everett Millais con quien tuvo una fecunda relación y ocho hijos.
Ruskin es considerado el padre fundacional de los prerrafaelistas. El novio de su mujer fue uno de los más conspicuos representantes de ese movimiento artístico. Los dos hombres no volvieron a dirigirse la palabra, aunque el silencio no impidió que Millais acabara el retrato que le estaba haciendo a Ruskin en los días siguientes a la boda. La posteridad exigía el sacrificio mudo de un marido que confundía a las mujeres con hadas asexuadas.
John Ruskin era una figura idolatrada, hasta tal punto que uno de sus biógrafos, Collingwood, omitió que el excelso crítico se hubiera casado alguna vez. Y claro, el episodio de la espantada jamás existió hasta muchos años después.
Podríamos sonreír ante la gazmoñería de aquel pozo de sabiduría oxoniense, si no fuera por la segunda pifiada que revela vicios detestables de su carácter: soberbia y desprecio por la obra de un artista y, sobre todo, una mente sin sosiego ni norte.
En 1851 murió Joseph Mallord William Turner, y a John Ruskin se le encomendó el examen de la obra de su admirado Turner –había escrito un libro laudatorio sobre él- para un posterior catálogo. Sucedió que entre las obras del artista, varias acuarelas mostraban cuerpos desnudos, según su confesión. Alegres escenas eróticas que Ruskin no podía contemplar sin que le crujieran los ojos. Quizás asomarían unos pelos, unos pechos sin disimulo, incluso pudiera ser que se adivinara un beso con lengua. Nunca lo sabremos.
Para Ruskin, esas pinturas del demonio constituían la prueba de que Turner las había pintado en un estado de posesión luciferina. Las pateó, rajó y escupió. Acabó con ellas con el definitivo fuego expiatorio.
Dicen que Ruskin fue un tipo la mar de agradable, de portentosa conversación cuando circulaba por el lado cuerdo de la frontera. Un inteligencia preclara que de vez en cuando se colapsaba. Una lástima que no le diera por el embudo de papel de aluminio antes que por las fobias sexuales, insania que lo mató. Aunque también podría haber muerto de gripe.
Lo que de verdad me fastidia es no llegar a saber nunca la clase de pinturas que dejó Turner. Una furia tan ciega de quien fue su mejor defensor en vida, no pudo provocarla la visión de unos desnudos femeninos. Sospecho que Turner pintó varias decenas de pubis a propósito con la intención de vengarse de Ruskin por alguna vieja ofensa o para gastar una broma post mortem a su célebre amigo.