La gran mentira

Leído por ahí


Cae en mis manos el guion de El show de Truman, la película de Peter Weir de 1998, que es un trabajo literario de Andrew Niccol, a quien debemos otras buenas ideas para el cine, como el guion de su primera película, que también dirigió —Gattaca (1997)—, donde plantea, en la línea de su posterior trabajo con Truman, la insólita lucha de un individuo contra un destino impuesto y sin opciones. 

La lectura de un guion como este permite profundizar en el acontecer de Truman, sustanciado en ciento setenta escenas, breves y contundentes, algunas muy crueles. A estas alturas todo el mundo sabe que la ciudad donde vive nuestro protagonista (Seahaven) no es una ciudad de verdad, sino un gigantesco plató de televisión, y que su familia, vecinos y amigos, no son sino actores que le hacen creer que aquella ciudad, aquel mundo y la vida que lleva son reales. Miles de cámaras registran cada minuto de su vida (lo han venido haciendo desde que nació, le salió el primer diente, fue a la escuela y se graduó como agente de seguros…) y lo emiten en directo a una teleaudiencia mundial: millones de personas viven pendientes de los avatares de Truman desde hace treinta años. La emisión de su show es la crónica total de una vida humana, una vida en directo.

Hay un momento del guion en que Christof, el creador del reality-show de Truman, es entrevistado ante las cámaras y se le pregunta:

—¿Por qué cree que Truman nunca acierta a descubrir la verdadera naturaleza de su mundo?

Y Christof responde: 

«Las personas aceptamos la realidad del mundo que nos es presentada. Véalo así: todo el mundo es un escenario y todos los hombres y mujeres, simples actores. La única diferencia entre Truman y nosotros es que su vida está documentada con más minuciosidad que la nuestra. Truman se enfrenta a los mismos obstáculos e influencias que nosotros, e interpreta los papeles que tiene asignados, como nosotros… Si quisiera y se empeñara en ello, Truman podría abandonar esa vida y descubrir la verdad. Pero no lo hace. Quizá porque a la larga Truman prefiere la comodidad de su “celda” a la imprevisión que ofrece el mundo “real”».

Hablando en plata: no existe más verdad fuera del programa de TV que en el mundo de Truman. Aquí y allá, y en todas partes, imperan la mentira y el engaño. Pero en el mundo “irreal” de la pantalla no hay nada que temer, porque todo está previsto en el guion. Es fácil dejarse llevar por la película que protagonizamos cada uno de nosotros.

Moraleja

Considerando lo anterior, trate de guiarse en lo sucesivo por las normas siguientes:

—Llámeme paranoico, pero ¿no cree, a veces, que todo el mundo finge y le hace creer precisamente lo que usted desea? ¿Qué tal le va? ¿Bien? Pues acéptelo y siga viviendo en la mentira.

—Llámeme paranoico, de nuevo, pero ¿alguna vez no ha sentido que algo “no encaja” en lo que le sucede, como si la situación que atraviesa hubiese sido creada para algo? La política, la economía, su propia familia… ¿no le suenan, a veces, como un poco artificiales? Vale. ¿Puede soportarlo? Pues aguante, pero no vaya por ahí diciendo que lo sabe.

—Llámeme paranoico, para acabar, pero ¿no ha tenido nunca la sensación de que la verdad se le escapa de las manos y que no hay forma de asir certezas? Acepte que no puede salir de la película y siga viviendo tal cual lo ha hecho hasta ahora, proporcionando así, con su actuación esperanzada, alegría e inspiración a quienes le contemplamos. Como un Truman cualquiera.