La hacinada hojarasca de los plátanos, casi parduzca, se había precipitado sobre las aceras de la calle. Era una cuesta que se encaramaba montaña arriba, jalonada por viviendas con un vago aire modernista. Todas las hojas difuntas giraban alocadas en pequeños torbellinos al son de un viento ya helado. Quizás era mi sexto noviembre. Quizás. La puerta de la lechería se abrió y los goznes achacosos graznaron con un grito largo, antiguo. Una mujer. Un chiquillo. Cogidos de la mano, descendieron con un paso decidido y pronto alcanzaron el paseo arbolado. Como en El Sendero de Camille Corot. Mi madre. El niño era yo, peinado con raya, una zanja en el cuero cabelludo y un mechón frontal tieso. Un tupé “arriba España”. Aliñado con bata a rayas albicelestes, bolsillos con cenefas azul marino y cartera de mano. Sí. La cartera escolar era de cartón grueso, de un impreciso color caoba y rojo indio.
En el interior se alojaban un libro amarillo, un cuaderno de caligrafía, otro con dibujos para colorear, un plumier de madera y lo más importante, el brioche con chocolatina, que me acababa de comprar mi madre en la lechería de la señora Elvira, para el desayuno. Chocolate y estampita, claro. Había que deshacerse del envoltorio rojo lacre, para ver que, entre el papel de plata y la tableta, se hospedaba una figura con una leyenda a pie de imagen. Kubala. C.F.Barcelona. Mi primer cromo de un futbolista.
Kubala era el mejor jugador de futbol, dijo mi madre. Era un tipo de cabello rubio y crespo; con un tórax cuadrado y unos cuádriceps prominentes. Su gesto, dispuesto a la carrera, como un ave a punto de alzar el vuelo. Kubala, me sonaba. Había oído hablar de él. Los mayores lo mencionaban entre elogios y recriminaciones. Sobre todo, el señor Bergés. Sus acólitos le denominaban Lassie; pero Lassie ya no estaba. Colgó las botas. El Señor Bergés, tampoco. Murió dos meses antes de que me zampara aquel brioche.
El tal Bergés era un hombre mayor pero aún recio, casi gigantesco. Poseía un aire paternal, circunspecto, y repartía caramelillos que porteaba en los hondos bolsillos, como alforjas yuxtapuestas en los holgados pantalones. Aparecía los domingos a la hora de los cafés y los licores, para escuchar junto a mi padre, aquellas imborrables transmisiones de los partidos del Barça en la radio, que realizaba Miguel Ángel Valdivieso con sus interminables cantos a cada gol. Se diría que ahí empecé a engolosinarme por lo azulgrana. Sin el señor Bergés, fui yo quién acabó acompañando la voz valdiviesana, parapetada dentro del receptor. Eidético, imaginaba los campos verdes: Pasarón, Riazor, El Arcángel, Altabix…. Cierta noche, mi padre trajo un regalo; no sé qué era, pero me gustó. Él, junto a un amigo y mi tío Ricardo, eran de aquellos soñadores que viajaron a Mestalla, en la final de la Copa de Ferias de 1962. No hay que decir nada más: 6-2 a favor del Valencia C.F. Waldo y Guillot, les agriaron la verbena y la excursión.
Los domingos por la mañana me llevaba al Feliu Codina. Allá nació mi doble idilio: la Unión Atlética de Horta. Sentados en el córner derecho de la portería norte, en un terraplén; desde allí se nos permitía ver todo el terreno de juego y estar cerca de los jugadores, percibiendo el fragor viril de los cuerpos agitados, los puntapiés al balón, las carrerillas jadeantes, los adustos chasquidos, los alaridos de los que exigían el esférico bajo el intermitente vocerío del público. Ese revoltijo de gritos y colores, ese amasijo de sensaciones. Maillots de blanco y negro. A veces, las birriosas gradas se abarrotaban de espectadores. A los de La Cava se les tenía ganas especialmente. Eran blanquiazules, fulleros y tramposos, decían. También a los gualdinegros del Mataró; el partido, si concluía, era a mamporros y sopapos, con invasión de campo y rescate del árbitro en la piscina municipal aledaña. El día álgido era el derby contra el San Martín. Había que ganar a los “diablos rojiazules” con elegancia y buen juego.
Pero mi debut, como “tifoso” fue en Can Barça en abril del 69. Recuerdo el impacto, la belleza de los reflectores del estadio encañonando el césped. La velada fue emocionante; el Barça podía llegar a la final de la Recopa de Europa frente al F.C. Colonia. Ganamos por 4-1 y el Slovan de Bratislava nos esperó en Basilea y mejor, no rememorarlo. Preferible acordarse de las épocas de Cruyff, del Dream Team y de Messi y Guardiola.
La última vez en el estadio, fue en marzo de 1976. El Liverpool de Toshack y su solitario gol fue el final de la Copa de la UEFA de aquel año, y el mío, como asistente. Almohadillas y gritos contra Montal, mientras Cruyff y Weisweiler se tiraban de los pelos.
Los tiempos aciagos pasaron y mi corazoncito de culé ha vivido grandes palpitaciones de júbilo. Ser hincha del Barça es ser su historia también. Es estar en los momentos crueles de la guerra, vivir los insoportables años de la dictadura, y superar algunas animadversiones por estar en el otro lado y participar en el ilustre y atildado historial de un club. Porque elegir ser barcelonista es una cuestión de estética, por encima de ideologías, de clases sociales y de procedencias; es un asunto de buen gusto. Ahora me doy cuenta, que mi opción se fraguó a mis seis años, aquel día cuando mi madre me compró la chocolatina con el cromo de László Kubala, dentro.