Biografía

La termita y la palabra


Mil novecientos ochenta y nueve fue un año metafórico: su mes de marzo inauguraba la Pirámide del Museo del Louvre y su mes de noviembre con una mano mataba a La Pasionaria y con la otra derribaba el muro de Berlín.

Entremedias, a principios de junio (como preámbulo o canapé) un manifestante se enfrentaba a un tanque en la Plaza pequinesa de Tiananmen. 

1989 fue también un año raro. 

Acabé mi primer octavo de EGB (Educación Goliárdica Básica), entendí que no encajaría jamás en el puzle del mundo y me enamoré. Me enamoré de Laia, una muchacha aérea que no tenía piel. O acaso una endecasilábica. O acaso… Yo qué sé.

Laia desprecintó su pirámide de cristal a mediados de mayo con un mastuerzo que sí entendía el mundo y detestaba el arte. Un motorista ágrafo de veintitantos años, con una Kawasaki ajena al papel.

Los cascotes rancios del muro alemán levantaban tapias en mi cráneo cuando estaba con ella y empecé a escribir versos de pena torrencial: inocentes maneras de barrarle el paso al tanque en Tiananmen, al Dios de la evidencia.

A los 14 años el primer desamor te abandona en la plaza, el dolor es un carro blindado y el tiempo, una revuelta. Eres la Pasionaria pero aún no lo sabes y cantas himnos eternos con el puño izado en un brazo que es promesa y la pobreza no existe y eres tú el que la crea y lees a Rimbaud, Verlaine, Pound y Eliot, por vez primera. 

Y te ametralla el temblor que sientes en las piernas cuando Laia te mira y te ve transparente. Y sabes que la vida es eso: en la aduana del tiempo, contrabandear Belleza.

 


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