Herminia, la pollera, se ha separado del marido y se ha ido a vivir a casa de su hermano. Han sido demasiados años conviviendo con el propietario del Pollo Perico, aguantándose los nervios y trabajando como una burra en aquel diminuto comercio que se abre a la carretera Escrivá, junto a Giorgeta. Cada fin de semana tiene que sajar más de doscientos pollos, ensartarlos en las espadas del asador y freír sacos de patatas, sin otro límite que el capricho de los consumidores. Y encima aguantar al marido gastándose las ganancias en el bar de Braulio, mientras ella recoge y limpia la grasa del mostrador y los asadores hasta bien entrada la tarde del domingo.
Demasiados años enlatando ajoaceite y hierbas aromáticas, friendo alitas de pollo en aceite refrito, limpiando mollejas y preparando su famoso pastel de hígado de pollo, que es un invento que le permite aprovechar todas las menudencias del animal. Hasta las crestas y la pelleja de los cuellos aportan sustancia y variedad de texturas al pastel.
¡A ver quién te hace la faena ahora, Pascual!, se dice a sí misma mientras mueve los ojos a derecha e izquierda en un vaivén que ha adquirido con los años. ¡Estoy de los nervios!, se queja. Y es que la vida no la ha tratado bien. Herminia ha descubierto, casi doce años después, que casarse con el pollero no ha sido buena idea. El dinero y las ilusiones se han esfumado como la grasa del Pollo Perico tras un buen ataque con lavavajillas. Herminia está cabreada y ahora lo paga con su hermano.
—A ver, Marcial, ¿qué culpa tengo yo? —me interroga Benigno, encogiéndose de hombros cuando lo encuentro en la calle con su perrito. El perro de Benigno es pequeñajo y feísimo, de cabeza grande y cuerpo estrecho, cola tiesa y patitas minúsculas que concluyen en unas uñas largas que hacen ruido al caminar. El perro, además, tiene un carácter insufrible: siempre está enseñando los dientes, tirando de la correa y enfrentándose a cualquiera que se le cruce en la calle. Resulta imposible mantener la calma junto a ese animal, y Benigno pierde la paciencia. Como con su hermana. Desde que la acogió en su casa, todo ha ido a peor. —Hasta me ha mordido —me cuenta compungido—. Últimamente este perro no distingue entre amigos ni enemigos.
Le recomiendo entonces que lleve el perro al veterinario o, incluso, al etólogo, que se ocupa de los desarreglos conductuales de las bestias. Los etólogos —le digo—, son como los psiquiatras de las personas. Mis primos, que tienen pasta, llevaron a su perro a un etólogo de Paiporta para que lo educase, y el animal ha aprendido a sentarse, caminar, callar o ladrar cuando se le ordena. Una semana confinado en Paiporta y el tratamiento con unas gotas de Haloperidol que le echan en el bebedero han sido suficientes. Parece que no haya perro; tan tranquilo y callado como un eunuco en un monasterio carmelita.
Benigno asiente, porque sabe que la agresividad de su perro ha ido en aumento desde que Herminia se ha mudado a su casa. Por lo visto, la pollera está que se sube por las paredes, tanta es la rabia contenida que ha de liberar. Gime, suspira, se rasca, cocina sin sentido, limpia los cristales sin parar y escucha la radio a todo trapo para suavizar la tensión. Total, los nervios de Herminia se mezclan con los ladridos del perro y en el piso se montan unas trifulcas de gritos, mordeduras y golpetazos que tienen asqueado al vecindario.
—Tendrás que hacer algo, Benigno —le increpan las vecinas—. Por ti y por tu hermana. Y por el bien del perrito también.
Un par de semanas después vuelvo a coincidir con Benigno en la calle. Curiosamente, y sin necesidad de confinamiento, el perro ha experimentado una mejoría muy notable.
—Son las gotas que me ha recetado el etólogo —me comenta.
El perrito apenas levanta la cabeza del suelo. Parece triste y falto de vitalidad, pero, al menos, no molesta. Charlamos sobre las bondades de la química de la conducta mientras compartimos una cerveza y unos chicharrones en la terraza del bar. La tarde decrece con el perro adormilado a nuestros pies. ¡Viva la eficacia de la ciencia!
—¿Y tu hermana? —le pregunto por consideración.
—Mi hermana, mucho mejor. —Y bajando la voz me confiesa que también le echa unas gotas del etólogo en el desayuno— Al fin y al cabo es la misma medicina que usan los psiquiatras. Solo cambia la proporción. Para el perro tres gotas; para mi hermana, veinticinco. Así todos tranquilos, el perro y mi hermana. Y yo.
De repente aparece Herminia arrastrando el carro de la compra. Paso cansino, ojos enrojecidos y velados por una especie de felicidad inducida. Boca pastosa al hablar. ¿Cómo te va, Herminia?, le pregunto para animarla.
—Estoy muy bien, gracias, Marcial. Igual me vuelvo con el pollero y te preparo un pastel de mollejas para el domingo.
Bondades de la química de la conducta, me digo. A dosis oportunas.