Las películas con las que su realizador tenga un vínculo sentimental y se trate de alguien con una mínima sensibilidad y savoir faire, tienen mucho ganado. Será difícil, entonces, que el espectador no capte alguna de las sensaciones que le circularon por dentro a aquel cuando se enfrentó a su trabajo.
Algo así pasa, creo yo, con Roubaix, une lumière (2019), la película que Arnaud Desplechin fue a rodar a la ciudad donde nació y creció. Recuerdos de Roubaix juveniles, como certifica el título, ya aparecían en sus Trois souvenirs de ma jeunesse (2015), pero ahí surgían como suelen surgir estas cosas: Desplechin contaba las andanzas sentimentales de su alter ego de ficción, Paul Dédalus, como ya había hecho en otras dos películas anteriores.
Pero en Roubaix, une lumière la experiencia es bien diferente. El material no es para nada autobiográfico. Retoma Desplechin los expedientes de un documento televisivo previo, Roubaix, commissariat central (Mosco Boucault, 2008), haciendo aparecer en su película, ajustándolos a sus personajes, los diálogos grabados durante interrogatorios y reconstrucciones policiales que aparecían en ese programa.
Con ese material, Roubaix, une lumière puede pasar por un ejemplo de cine negro francés, un polar modernizado, o bien de cine social realista sobre un lugar estancado en una depresión profunda, poblado por inmigrantes que no han sabido o podido escapar de ahí a tiempo. Pero a mí, por esa vinculación especial de Desplechin con la ciudad y la zona de rodaje, me ha parecido mucho más.
Por el principio, el policía joven, recién llegado a la ciudad, escribe sus impresiones sobre lo que se va encontrando a su alrededor. Una descripción de Roubaix que habría podido efectuar el propio Desplechin, regresado al lugar para el rodaje. Más tarde, el comisario, policía maduro que viene a ser el protagonista (Rochsdy Zem), le señala al nuevo, desde un terrado, dónde se sitúa Bélgica, dónde Lille, dónde aquella otra ciudad por la que se movía de joven, todas ahora llenas de inmigración sin salida, de miseria y falta de alicientes, todas hechas un asco. Es, como casi siempre, de noche. A Roubaix, ciudad de la zona más deprimida de Francia (eso se dice en una de esas notas del diario en formación), la vemos casi siempre a oscuras, quizás esperando de una vez esa luz que anuncia, esperanzador, el título.
El personaje central del film es el comisario Droud. De origen argelino, es un hombre reposado, que habla con unos y con otros, entendiéndose con todos ellos. Amante de los caballos casi tanto como su ayudante amante de los números, aunque no ceja en su empeño, se da siempre un respiro y lo da a sus investigados, a los que habla tranquilo y conciliador, diríamos que con aprecio, consciente del sórdido ambiente por el que se mueven y que vamos viendo, para que completemos nosotros mismos la impresión. La música de Grégoire Hetzel redondea el efecto. Todo es bastante lineal. No hay sorpresas narrativas, ninguna extravagancia de esas a las que, de repente, nos tenía acostumbrados Desplechin. Sin alterarse lo más mínimo, el comisario Droud va acumulando sensaciones, pruebas,… Quizás, también, cariño por todos esos personajes, a los que tan bien entiende en su más profundo interior. Él, en el fondo, es uno más de entre ellos, que ha quedado ahí atrapado.
Pero la escena que me emocionó hasta el punto de señalarla en la libretita para escribir un Casi lloré… a partir de ella, no tiene al comisario ni a su ayudante como protagonistas. Se ha producido ahí una transferencia a los que ahora ocupan ese paisaje desgraciado, pero querido. Concretamente a dos personajes en los que el comisario parece reconocer su pasado y su futuro. Se trata de una chica de origen argelino que se ha escapado de su casa y de su tío, en casa del cual se refugia de tanto en tanto para dormir. El comisario, que conoce al viejo hombre por sus orígenes comunes, le ha dicho ya en una ocasión a la muchacha de diecisiete años:
—Mira a tu tío con respeto. Es un príncipe.
En esa escena de emoción cumbre, sencilla, pero emoción al fin y al cabo, que quiero señalar, vemos cómo la sobrina, aunque seguirá haciendo lo que le venga en gana y además con pleno derecho, porque dentro de poco cumplirá dieciocho años, ha cedido un poco en su ímpetu y comportamiento con respecto a sus padres y vuelve a estar con su tío, quien decide hablarle de verdad sobre sus sentimientos respecto a ella:
—Je t’aime bien trop —le confiesa, con un hilillo de voz, por vez primera.
Y, viendo que no obtiene respuesta, se lo repite otra vez.
—Ya sé que me quieres. Yo también a ti —concede, por fin, la sobrina. Y emite una sonrisa.
Quizás sea esa la luz, la iluminación de la que habla el título de la película.