En el cielo civil

Los consejos de Papito Grillo

 

“Por favor, siéntese ahí y espere, enseguida vendrán a buscarle”

 

Aquella sala de estar era breve y carecía de color. Tan solo una ventana cerrada —grande, eso sí— filtraba la luz radiante del sol de la primera hora de la mañana. Una luz, como todo en las últimas semanas, mortecina a fin de cuentas. Con la mirada perdida en algún punto, la onda sonora que vibraba entre los bornes de mi Airpod me mantenía en un rocoso pero deseable estado de alienación de la realidad circundante. En un leve desvío del cuello, mi mirada se cruza con la pantalla del teléfono. En ella, una imagen desenfocada y el título en inglés de una canción. Y un botón. Un botón que rezaba “MUTE”. Decidí tocarlo con la desgana que aún quedaba en mi pulgar. Y entonces, muté.

El silencio absoluto conquistó mi mente aburrida de ruido quién sabe si por siglos. Siempre con algún soniquete, siempre con algún runrún o algún chunda-chunda con tal de acallar esa soledad sonora con la que nunca quería conversar. Y ahí me quedé, a solas con el silencio apabullante de un lugar construido como un templo en honor al silencio de todo, al silencio de la propia vida. Entonces empecé a pensar en la efímera imagen que pude atisbar mientras deambulaba por el perímetro del edificio. Decenas de féretros vacíos, recién fabricados, listos para su estúpido y efímero uso. Casi ninguno tenía ningún ribete, ningún adorno especial, ni mucho menos estaban coronados por la escultura de un Cristo crucificado. ¿Para qué? Horas más tarde, de todo aquello no quedarían más que cenizas; y enviar a un frío y violento fuego una figura sagrada se antojaba el último sacrilegio gratuito.

Ataúdes civiles, para un funeral civil, para unas cenizas civiles fruto de un fuego fatuo civil. Entonces ¿qué pasará con las almas civiles de los difuntos civiles? ¿Irán a una suerte de cielo civil?

En ese cielo civil, no podría existir ninguna figura que representara a ninguna religión o creencia. En su entrada, se habría acordado jubilar a San Pedro y en su lugar habrían colocado una máquina de Turn-o-matic para solicitar turno, junto con un escritorio donde poder rellenar el pertinente formulario de ingreso, con preguntas del tipo: «¿Votaba usted siempre en las elecciones? ¿Pagó usted todos sus impuestos? ¿Le impusieron multas? ¿Donó alguna vez dinero a través de change.org?».

Acto seguido, el afortunado finado sería conducido por un infinito pasillo de límpido jaspe y oropel, flanqueado a izquierda y derecha por puertas que daban a infinitos aposentos de paredes níveas. Cada aposento estaba consagrado a una actividad concreta, que los difuntos amaron en vida, y donde podrían disfrutar de ella sin límite de espacio, tiempo o intensidad.

Así, en una de las salas, decenas de almas civiles disfrutaban de una excelente paella sin fin, regada por una fuente ilimitada de verdejo frío, sentados en una terraza de mármol fino que asomaba a un eterno océano turquesa, y desde la que podrían libremente lanzar las sobras y las servilletas usadas sobre el patio inferior, donde se encontraba el aposento de los que comían —también un sinfín— de platos y platos de arroz con cosas, en un acto culmen de justicia poética celestial.

En otra sala se encontraba el cielo de los buenistas. En un anillo de infinitas sillas enfrentadas, las almas se sentaban y gozaban de interminables momentos de tertulia donde o bien todo el mundo estaba siempre de acuerdo, o bien las diferencias terminaban limadas cuando un arcángel hacía sonar su trompeta dorada y consultaba, en unas tablas de mármol, las pautas de la comunicación no-violenta. Entre abrazos, el tumulto de almas consensuadas celebraban su unión amical en torno a los barrotes de una celda donde, arrojando espuma por el pico, languidecía el pájaro de Twitter.

En el aposento de al lado, millones de almas gozaban en silencio sublime de un cuerpo inmortal regalado al uso, de cuya epidermis florecían cíclicamente pequeñas e inocuas costras y puntos negros, que podían ser arrancados y extirpados uno detrás de otro, atrapando a sus dueños en un éxtasis perpetuo.

Mi rostro, transfigurado fruto de la epifanía y del éxtasis místico, se vio perturbado cuando, de la puerta de la sala de espera, salió un tipo alto, enjuto, de piel blanca y pelo engominado.

“Aquí tiene las cenizas de su señor padre”—masculló cariacontecido, mientras en sus manos huesudas sostenía algo que parecía un MacPro del año 2015, pero con muchos menos puertos.

“Gracias” —balbuceé mientras recogía aquel extraño fruto de la pandemia. Rompí espontáneamente el silencio incómodo con una pregunta: “¿Usted cree que existirá un cielo civil?”

Entonces, el señor —no sé qué job title ponerle— tras dos segundos de ausencia de reacción, encogió los hombros muy sutilmente y respondió: “Quién sabe”.

Y entonces me fui, paquete en mano, pensando en cómo sería la sala del Cielo Civil que aguardaría a aquel tipo el día que le tocara a él abandonar las limitaciones de la materia. Y le imaginé en una sala parecida a la de espera, resolviendo sudokus mientras, de fondo, un reloj de carrillón marca el tic-tac de un tiempo infinito.