Dice el soltero del barrio que, según dónde vivas, también la muerte se ha encarecido y tiene un precio alto. El otro día, sin ir más lejos, se dirigió a unas oficinas de Pompas Fúnebres, de Barcelona, y les preguntó si podían informarle sobre cuánto cuesta morirse este año, el 2016.
La respuesta fue amable, muy profesional, y le mostraron los precios del catálogo y las diferentes calidades de las maderas de roble, pino o madera aglomerada (más barata) de los ataúdes. También destacaron que no hay nada como un buen acondicionamiento interior, señalando en especial un acolchado con seda, rematado por un adorno floral alrededor de la cabeza o futura calavera, detalle natural imprescindible, dijeron, para un reposo más confortable y ecológico. Sin olvidar, tampoco, las variopintas ceremonias religiosas o civiles, con música clásica, folk o rock, interpretada en directo o simplemente grabada.
La información le ofrecía una perspectiva de la muerte tan sofisticada y cara, que decidió aplazarla para otro día, hasta que no pudiera más, y entregar el cuerpo al hospital que le tocara en suerte, o a la fosa común, como Mozart, Cervantes y otros muchos, que no son mala compañía.