El dedo en la corona de difuntos

Zoom impertinente

 

La información salió en la prensa y provocó asco, estupor y nada más. La gente leía la noticia, engurruñaba la nariz, ponía cara de comenzar a vomitar y, como si ese gesto les congelase el cerebro, no se preguntaba el porqué. ¡Son un grupo de degenerados! exclamaban quienes se aventuraban a emitir alguna opinión.

Leyendo la meticulosa descripción de los hechos que hacía el cronista del periódico, recordé una conversación que había oído en el autobús, hacía unos meses, cuando me dirigía al cementerio el día de los difuntos. Un señor muy delgado y de tez macilenta, hablaba con la mujer sentada a su lado sobre las flores más apropiadas para aquella efeméride cuando, de pronto, le espetó: “La familia que vive en el bloque de al lado de mi casa, tiene una corona de muerto sobre el frigorífico. Lo veo desde mi ventana”. Su interlocutora se levantó del asiento como si una corriente eléctrica le hubiera sacudido el cuerpo.

Yo me olvidé de aquella frase pero hoy, al conocer el suceso, las palabras del hombre volvieron a mi mente agitándola con la misma furia que aquel día lo hicieran con el cuerpo de la señora.

El reportaje del diario hablaba de una familia que había cortado el dedo al abuelo muerto y lo conservaba en el congelador para poder seguir utilizando la huella dactilar y cobrar la pensión. Al fallecido lo habían introducido en una bolsa hermética y lo tenían sobre una cama cubierto de hielo. Cada noche, antes de ir a dormir, dijo la hija del difunto a la juez a modo de exculpación y para dejar patente el respeto al cadáver, la familia se reunía en torno a él y, después de darle las gracias por su benefactora pensión, rezaba varias oraciones; pero lo realmente conmovedor eran las letanías de agradecimiento que ejecutaban después de la cena junto al congelador, y la veneración que sentían por el dedo. Nunca le faltaron flores, había subrayado con vehemencia la declarante a la autoridad judicial, y el día de los difuntos tuvo su corona de muerto sobre la nevera.

El dedo prodigioso se conservaba junto a las croquetas caducadas y las verduras congeladas que recogían cada miércoles de los basureros del supermercado, pero siempre separado de aquellos alimentos mundanos por una caja de madera. Una especie de ataúd en miniatura que el hijo mayor había labrado en el taller para adolescentes en riesgo de exclusión social al que asistía.

Con aquel dedo mágico pagaban la luz, el alquiler, la parte de las medicinas del padre que no cubría la seguridad social, los libros del colegio de la niña. La familia completa estaba en paro y hacía dos años que no recibía subvención alguna.

En el entierro improvisado y obligatorio, abonado por una institución benéfica, iba delante el muerto más frío y solo que nunca, puesto que no lo arropaban ni oraciones ni lágrimas ni cortejo. La familia al completo, enlutada y dolorida, se agolpaba en torno a la pequeña cajita que, como si se tratara del más valioso de los tesoros, transportaba la abuela. Los llantos y los lamentos no eran quizá de despedida sino de desesperanza. ¿Quién pagaría ahora el alquiler, las medicinas del padre, los libros del colegio de la niña? La noticia de la prensa no hacía referencia a ello. Y ni la juez ni la Seguridad Social debieron hacerse la pregunta, puesto que les impusieron una considerable multa y les exigieron todas las cantidades cobradas ilegalmente. ¡Qué mundo el de los vivos!