Frío y confundido

Nadie me conoce


No me conoce nadie. Ni siquiera yo mismo sé quién soy. Tampoco sé qué hago metido dentro del cajón de las verduras de un frigorífico casero. Parece ridículo, pero aquí estoy, apretado a unas zanahorias y casi recostado sobre una bolsa de hojas de espinacas frescas.

No me pida nadie explicaciones porque no las tengo. Estoy aquí, en este espacio tan reducido, tan frío, tan insólito… Pero no siento ni el fresco ambiente que aquí debería sentirse ni que mi tamaño sea tan pequeño como para poder caber en el cajón. Tampoco recuerdo nada de mi pasado, si es que lo tengo.

Creo que el mayor problema es precisamente ese, mi memoria; o, mejor, mi falta de ella. Sin recuerdos no puedo saber el porqué de mi estado actual. Y, como tampoco sé nada de mí mismo, solo estas reflexiones pueden ayudarme a entender algo de mi situación.

El hecho de poner en cuestión mi repentina aparición aquí, en este oscuro cajón de frigorífico, me reafirma en la idea de que quizás este no sea el lugar adecuado para mí, que quizás no debería estar aquí metido. Sin embargo, sí siento que mi conciencia ha aparecido justamente en este cajón, que mi sentido de ser, de existir, se ha despertado junto a las zanahorias y recostado sobre una bolsa con espinacas.

Es todo bastante confuso. Si no sé nada de mi pasado anterior ¿por qué sé que esto es un frigorífico y que estoy metido en uno de sus cajones de verduras junto a algunas zanahorias y algunas espinacas (que estoy notando que no están tan frescas como pensaba)?

Si yo no sé quién soy (o quién he sido) hasta el preciso momento en que he pensado en ello, aquí metido, ¿sabrá alguien más de mí?

Voy a tratar de salir de este cajón, supongo que a la cocina. Quizás ahí me encuentre con alguien que me reconozca, que pueda ayudarme a entender quién soy… si es que soy alguien.

¡Un momento! La puerta se abre. Se enciende la luz. El cajón de verduras es de cristal y, aunque algo empañado, puedo ver a través de él. Parece un árabe, con turbante, barba frondosa y completamente desnudo. Puede que sea alguien que acaba de ducharse y lleva la toalla enrollada en su cabeza… Mira dentro del frigorífico, buscando algo. Me ve, pero pasa su mirada sobre mí como lo hace sobre las zanahorias y las espinacas. Parece no darse cuenta de mi presencia. A lo mejor, yo tengo una concepción de mi identidad diferente a la que pueda tener ese señor. Quizás yo no sea quien he creído ser al tomar conciencia de que soy. ¿Y si al mirarme ese individuo del turbante solo ve una cebolla?

Voy a salir de aquí. Necesito dejar de ser esa metáfora de cebolla y encontrar mi verdadera identidad.

El tipo ha cogido una lata de cerveza y, dándome la espalda, cierra la puerta sin mirar, lo que me da la oportunidad de parar el cierre y poder sacar mi cuerpo del cajón de verduras.

No puedo entender cómo ha sucedido, pero, en el momento de salir del cajón de verduras, siento que mi tamaño es tan grande como el que supongo en un humano normal, de unas dimensiones tales que no podría haber estado metido en ese cajón de verduras, de donde sé, con certeza, que he salido.

No conozco nada de lo que veo, aunque sí reconozco las cosas. Antes de cerrar el frigorífico, miro las zanahorias y la bolsa de espinacas, que, efectivamente, están a punto de estropearse. La cocina es corriente, modesta, algo sucia y muy mal aprovechada. Me dirijo en la misma dirección por la que supongo que ha salido el del turbante. Paso por una especie de pasillo inútil en el que hay un espejo estrecho y alto apoyado en la pared. Me observo.

No soy una cebolla. Parezco una mujer.

Estoy desnuda. Mi color es algo cetrino, pero soy de piel blanca. Tengo los pechos algo caídos. Son grandes y brillantes y con pezones muy abultados y de color caramelo. La barriga no puede disimularse y mis caderas son anchas. No parezco alta, aunque no sé con qué o quién podría compararme.

Me dirijo hacia el cuarto contiguo en el que puedo oír al señor del turbante rezongar consigo mismo. En cuanto entro al salón, o lo que yo creo que es un salón, veo al tipo rascándose los testículos mientras bebe cerveza de la lata que ha sacado del frigorífico.

Me descubre. Da un respingo. Junta sus piernas. Se asusta.

—¿Quién eres? —acierta a decir.

Es evidente que no me conoce. Recompone su atuendo. Se ruboriza, no sé si tanto por verme desnuda como por su propia desnudez frente a alguien inesperado. Se le nota expectante, estupefacto… boquiabierto.

—Pensaba que podía ser una cebolla.

Es evidente que mis palabras le asustan todavía más.

—Sal de mi casa, por favor —consigue balbucear.

Sin decir nada más, me giro y me voy. No sé bien hacia dónde, pero, como la cebolla que creí ser, me acabo de quitar la primera capa para dejar de ser completamente desconocida. Ya me conoce un señor con turbante (o toalla), que bebe cerveza mientras se rasca los huevos. Aunque no sepa quién soy yo… Aunque yo tampoco lo sepa.



Más artículos de Herrero Javier

Ver todos los artículos de