Y la inteligencia artificial encontró a Dios

Cruzando los límites


Conocí a Eugine en la estación orbital de Ganímedes. Estaba de paso entre Simorra, un planeta en el otro extremo de la galaxia, y la Tierra. La gravedad en la estación era un cuarto de la terrestre. El bar estaba atestado y nos sentábamos todos a las mismas mesas, con cuidado de no salir volando. Ella estaba frente a mí, llorando, mientras consumía una bebida producida en Marte que tendría unos sesenta grados. Le pregunté qué le pasaba, haciendo gala de la cortesía propia de los viajeros estelares.

—Acabo de arrojar a mi bebé por la esclusa de la nave. Debe de estar flotando por la entrada de la estación.

—Dios mío —susurré sin querer y sin poder evitar una expresión de horror que la hizo reír, y que me sorprendió.

—No pasa nada, no era más que una reproducción sintética creada por la inteligencia artificial de la nave con mis genes —dijo, sorbiéndose estentóreamente los mocos—. Se ha creído que yo necesitaba un niño porque viajo sola, con la excusa de que debemos poblar la galaxia —en ese momento, alzó la voz y tuvo que sujetarse a la silla, que estaba clavada al suelo—. ¿Sabes cuántos hijos he tenido en Simorra?

Negué con la cabeza, estupefacto.

—Cuarenta y cinco —susurró.

Mi cara de horror se acentuó.

—Sí, sí, la máquina se ha cabreado cuando he tirado a su retoño a las estrellas, porque ahora esas inteligencias tienen conciencia, y decía que algún día ese niño también tendría conciencia, como los nacidos de mujer, pero de momento no eran más que un montón de moléculas que necesitaban un suministro de energía y cuidados que yo no estaba dispuesta a darle.

—¡Dios mío! —esta vez se me escapó la expresión en voz alta.

—Vaya, otro creyente —dijo, con un gesto de desprecio.

Su rostro rezumaba grasa. La escasa gravedad hacía que los fluidos interiores se le salieran por todos los poros de la piel. No quería ni pensar en lo que podría acabar pasando si seguía bebiendo aquella pócima grasienta.

—Sí —continuó—, en Simorra gobiernan los virus, y estos necesitan que te reproduzcas continuamente, o te matan —concluyó, pasándose los dedos por el cuello.

—Pero, ¿cómo…?

—Sí, mira, los virus no hablan, pero se meten en tu cabeza, invaden tus neuronas y te lo dejan claro desde el principio. En todos los sistemas solares con planetas habitables de la constelación M345 dominan esas mierdecillas de ADN, ARN y proteínas, y necesitan células que formen sistemas organizados para reproducirse, ya que solo pueden pensar utilizando los cerebros de los demás.

—¿No hay animales en Simorra? ¿No tienen bastante con ellos?

—Hay fauna, por supuesto, todo un ecosistema, pero cuando llegamos nosotros, caramba —apuntó, con énfasis—, podían utilizar nuestras mentes y sentirse inteligentes. Enseguida nos hicieron saber por qué los necesitamos, y desde entonces, nadie puede vivir ahí sin servir de cuerpo de alquiler. Entran en tus células y hacen copias de sí mismos. Millones, trillones, cuatrillones. Si el cuerpo no sirve, lo matan. Controlan toda la biosfera, te entran por las narices y por la piel, con lo que comes, hasta cuando meas. Así que, si vives en Simorra, dependes de ellos, o te reproduces o mueres.

Tenía los ojos a punto de salírseme de las órbitas, literalmente.

—Pero entonces, ¿los hombres?

—Bancos de semen —dio un golpe sobre la mesa—. Calcularon que solo necesitaban a un macho por cada diez hembras, a los demás, los menos dotados, los mataban. Hasta que descubrieron que ningún varón quería viajar a ese mundo. Joder, somos la única especie interestelar que no se cruza con otras especies, si no, las mujeres estaríamos pariendo con los uros.

—¿Entonces?

—Hay premio. Si vas allí, vas a conocer a las mujeres más guapas de la galaxia, fuertes como toros, ellos se ocupan de mantenerte joven durante más de un siglo, y puedes vivir como un jeque, pero a la vez serás un esclavo, obligado a compartir tu semen con decenas de mujeres.

—Pero ¿cómo son las relaciones?

—¿Qué…? No existen. Si alguien se enamora o encapricha le cercenan una parte del cerebro. ¿Qué crees que hago aquí?

Abrí mucho los ojos, en espera de su respuesta.

—Mi última pareja, que empezaba a quererme… —me pareció que gimoteaba—, extirparon sus neuronas frontales, y no era el primero, así que escapé. Me salté todos los protocolos y salí de ese planeta endemoniado.

De pronto, me asaltó una duda terrible.

—¿Y los virus?

Como quien no quiere la cosa, se metió otro lingotazo de verde marciano. Olía a absenta como si tuviera delante a un Toulouse Lautrec en las últimas, dibujando sobre servilletas de papel el fin de la humanidad.

—Ah, por ahí, supongo que se vinieron conmigo.

—¡Dios mío! —y esta vez lo dije de corazón.

—Sí, ya venían unos cuantos desesperados que se fueron directamente a la Tierra —rio abruptamente—. Estaban contaminados. Menudo futuro les espera a los terrestres. Ahora sabrán lo que es parir descontroladamente.

En lugar de reaccionar, me fijé en ella, quería saber si me estaba tomando el pelo, tenía granos en la cara, estaba más gruesa de lo que supuestamente debiera, le temblaban las manos. Se dio cuenta.

—No, no me tiemblan las manos porque sea una alcohólica. Nuestros amiguitos no permiten la bebida ni otros recursos para olvidar e incluso para no sufrir, es que cuando dejas de reproducirte empiezas a envejecer, y yo ya tengo más de cien años. Tengo el tiempo justo de llegar a la Tierra y embadurnar unos cuantos tugurios nocturnos de profagos que se extenderán como la peste.

Me levanté de golpe y casi salgo volando del salto. No tenía dudas de que me había envenenado con su aliento.

—¡Seguridad! —grité, aunque sabía que sería en vano.

Eugine se elevó en el asiento, impulsada por las carcajadas.

—Demasiado tarde, novato.

Reía y negaba con la cabeza, como si estuviera firmando mi sentencia de muerte y la de todos los que estábamos en aquella estación. Era la diosa Kali, con su aura de destrucción, era la promesa de la inteligencia artificial de encontrar a Dios entre las estrellas y convertirnos en sus portadores: esclavos y vientres de alquiler a la vez.