Oscuridad y una almohada. Solo eso pido. Una almohada doblada en dos, para poder meter la mano en la grieta acolchada mientras duermo sobre mi costado derecho, de cara al armario empotrado.
Mientras descanso las cosas siguen ahí, arremolinándose, proliferando silentes, sin fin. Ya no las veo.
No quiero ser consciente de sus avances estratégicos. Me siento acosada. Apago la luz por eso. Me apago por eso. Deseo dormir por eso. Ignoro cuándo se produce el punto de no retorno.
Todo comienza estando en orden: los objetos se comportan bien y, dócilmente, se mantienen firmes en su sitio, no invaden mis rutas caseras, se guardan de tener impulsos conquistadores. Mas, poco a poco, siempre acaba por desmoronarse la disciplina y unas monedas caen al suelo cuando tomo la osada decisión de cambiar de bolso; y algunos sobres, díscolos, de azúcar, de ese que ya no tomo, se desploman sobre algunos palitos de piruleta finiquitada, hechos con papel comprimido en espiral; y algunas copias de pago con tarjeta de débito se enredan con unos envoltorios de plástico escandaloso; y mil virutas, piezas, teselas de caos se desprenden de su naturaleza muerta y huyen en forma de tentáculos electrizados, mientras con horror atestiguo que los suplementos dominicales conspiran para no llegar nunca al contenedor azul del reciclaje y se hacen fuertes en el ridículo revistero de la cocina, donde les acogen, comprensivos, los libros de segunda mano que voy comprando al peso sin poder evitarlo, sin poder evitarlo.
Coger el sueño es fácil, por ser este algo incorpóreo, oscuro y cálido. Suele concedérseme el privilegio de entrar en su oscuridad de manera inmediata.
Rebrotar de lo oscuro, despertar es menos deseable. Al abrir los ojos, las mil formas del mundo tangible estarán ahí (las cápsulas vacías de huevo kínder, los capuchones sueltos de los bolígrafos, los pendientes viudos, los tapones de botella de agua mineral, los billetes de metro que ya no son títulos válidos para viaje alguno, las gafas para ver películas 3D, los minipañuelos limpiagafas que las ópticas regalan, las barajas de Tarot, los rotuladores fluorescentes ya secos, las entradas del cine impresas en tinta invisible…), retorciendo el espacio, encrespándose sobre el parqué, en el falso frutero sobre la encimera de la cocina, en el lomo del mueble zapatero que hace las veces de recibidor, en los cajones de la mesita de noche. Oscuridad. Solo eso pido y aún sumergidas en ella, las huestes inventariables, las bestias desechables, pero indestructibles, proliferan.