Walser

La termita y la palabra

 

El día de Navidad de 1956, el año en que la Academia Sueca le otorgaba el Nobel a Juan Ramón Jiménez, Robert Walser moría (discreta y silenciosamente) sobre la nieve. 

El manicomio de Herisau (Suiza) asimiló la noticia con la indiferencia con que admite el carámbano la ecuación del deshielo. Su extraña resolución a favor de la lluvia. 

Robert Walser cambió de barrio como muda de acera la nostalgia en el vodka constante del remordimiento. 

Días después, revisando sus pertenencias, hallaron en un cajón las vértebras de su silencio: cuadernos granates, repletos de fragmentos. Añicos llenos de letras pequeñísimas, de no más de un milímetro. 

Microgramas. La nieve en Herisau. La cordura del eco. 

Robert Walser no existió nunca. Por eso murió como mueren los cuentos, dormidos en la nieve de un lector desatento.

La vida de cualquiera traza caligrafías minúsculas que luego lacra el tiempo. Robert Walser lo supo.

Yo, lo sospecho.

 


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