Ayer, por primera vez, crucé a oscuras el pasillo entre mi cuarto y la terraza.
El suelo temblaba. El pequeño apartamento avanzaba en dirección contraria.
Vivo en un tren.
Mi mejor escudo contra las trampas son unos zapatos de suela ancha,
pero ayer salí del cuarto apenas armada con unos calcetines de rayas.
Y floté.
Vivo en un tren en marcha.
Cada noche siento en mis caderas, en mi espalda, el delirio de los durmientes.
En el techo retumba el paso de los polizones con sus zapatos de tacón de acero
que buscan romper las vigas, que buscan un refugio, una entrada, una salida,
que eligen un vagón.
(Por favor, que no sea el mío.
Que no sea el mío.)
Vivo en un viejo tren de carga sin destinación fija,
sin entregas inmediatas.
Anoche, por primera vez, crucé a oscuras el pasillo que conecta mi habitación con la terraza.
Sentí el crujido del suelo en mis plantas, a pesar de que ni siquiera lo tocaba.
Oí el ronquido prolongado de los inconscientes.
Tomé el pulso con los dedos a las paredes.
Sentí que respiraban. Que allí vivían espíritus y arañas.
Crucé la cocina sin encender las velas.
En la cocina viven dos ratas imaginarias que visten de seda.
Ni siquiera me acordé de ellas.
Salí.
Planté mis pies ahora sí en el suelo helado de la terraza.
Lancé mis ojos al paisaje de líneas horizontales esperando que allí se quedaran.
Pero volvieron.
Y al subir al vagón regalaron un guiño coqueto a los viajeros ilegales.
Se oyó un silbido. Quizá era el viento.
Quizá eran ellos y sus canciones antiguas en su idioma extranjero.
Vivo en un tren en movimiento que no tiene paradas.
En mi tren viajamos las ratas.
En mi tren habita la esperanza.