Vida de espía, vida de poeta

Perplejos en la ciudad

Su vida fue una serie de aventuras constantes de espionaje, y un desastre existencial, un absurdo, me comentaba un amigo común aficionado a leer novelas de Albert Camus, de Cesare Pavese, y que había leído no sé cuántas veces La náusea, de J. P. Sartre.

¿Qué espiaba? Nada que tuviera que ver con la política ni con sus agentes secretos. Era sólo un aprendiz de espía.

Ya espiaba de niño.

En su propia familia, cuando robó unas monedas del bolso de su hermana pequeña, ocultó el objeto del delito (el bolso) en las alturas misteriosas de un armario. Casi al instante sospecharon de él.

No se atrevieron a declararlo culpable por falta de pruebas (el bolso se descubriría años después, cuando apenas quedaba memoria de aquel delito infantil), ya desde entonces fue un sospechoso habitual dentro y fuera de la familia.

En la escuela, en cualquier trabajo, también en el amor y en la amistad, no podía evitar sentirse y ejercer de espía doble, contradictorio, al servicio de un lado y de otro, cayendo a menudo en el delito de traición. Aun teniendo buen corazón, como decía la defensa de su madre, se sentía tentado por la belleza ajena, por la belleza que no le correspondía dados sus antecedentes.

Cuenta la historia y cuentan sus vecinos, que fue de mal en peor, una caída tras otra.

Toda esta experiencia detectivesca, escrutadora, angustiosa, le condujo por caminos y atajos, o, mejor dicho, por calles y callejuelas brumosas, hasta la vida secreta de la poesía y el arte, y, unos pasos más allá, a la vida mística. Finalmente, se puso a componer sus propios poemas, su propia música (al principio, más caótica y ruidosa que musical).

Sería, pues, versificador, un poeta musical, se dijo. Pero, eso sí, un poeta espía, escrutador de malentendidos, soledades y angustias dolorosas, sonoras. Poeta espía, con sus aventuras policiales y afanes político-amorosos.

Así fue, hasta que la muerte súbita de una persona puso coto vedado a sus aventuras de espionaje y amoríos: ahí, en aquel mismo instante, comenzó la expiación, su expiación.

Comenzó a expiar el mal que sus aventuras de espía doméstico, sus investigaciones de estar por casa y sus poemas y canciones desesperadas, hubieran podido causar. Es verdad que sus aventuras no franqueaban el límite: era un espía cobarde y un amante efímero, platónico, es decir, cobarde también. Con todo, si alguna rara vez había infringido el límite y había traspasado al otro lado, al lado prohibido, había sido por pura ignorancia. Nunca dejó de ser lo que se llama un niño travieso. Muy inquieto y amante del riesgo, como en algunas películas y tebeos, pero sin salir de casa.

Superada la niñez, dejados atrás los misterios iniciáticos de la juventud, con rasguños y golpes bajos, comprendió que hay travesuras que se pagan. Que ya no son puras travesuras, sino tragedias del cuerpo y del alma.

Pero esto no lo supo sino mucho después, cuando la muerte le dio un último aviso sobre el delito más grave de su vida: no haber sabido amar la vida real y haberse extraviado en un purgatorio de sueños (escribir “infierno” sería exagerado).