Una mezcla de pimientos, cebolla, calabacines, berenjena y otras hortalizas troceadas y fritas constituye uno de los platos comunes que se degustan con más o menos delectación en las costas del Mediterráneo. Hay diferentes formas de preparar este plato. Son diferentes variaciones a cada cual más sabrosa. Cada una de estas preparaciones recibe una denominación que constituye, en cierta manera, una denominación de origen: la samfaina en Cataluña, el pisto en la Mancha, la caponata en Sicilia, etc.
Voy a referirme a la última de ellas, la caponata (capunata en siciliano), quizás la menos tosca y, desde luego, la forma más civilizada de todas estas variantes.
La caponata es una mixtura de berenjenas troceadas, pimiento, apio y tomate frito a fuego lento, a la que se añade alcaparras y aceitunas.
Aunque no soy demasiado partidario de las comidas al aire libre, creo que la caponata debe saborearse a la intemperie, a resguardo del viento de siroco y procurando que no molesten los ruidos mecánicos. A ser posible, se comerá servida en plato plano de color blanco y con mantel sin dibujos. Se pueden tolerar las cenefas geométricas no demasiado grandes, pero no los estampados. Eso no, es completamente incompatible.
Recuerdo unas placenteras comidas bajo un cielo sereno, inolvidables, por la suave brisa o por las vistas tranquilas de un mar encalmado, o por el aire perfumado que se filtraba entre los árboles. Memorables por el ambiente exterior mirando el mar de Torre Valentina, o en el vecino jardín de Vilamarí, donde los poetas se reúnen a cenar en la noche de San Juan, o entre los olivos de Panagia Kerá en Creta, donde sirven una especie de kapunatta dispuesta sobre un tarugo de pan seco que resulta riquísima comida bajo los olivos. Por cierto, en Panagia Kerá, donde hay uno de los edificios más bonitos que he visto en mi vida, siempre recordaré aquella experiencia estética y gastronómica.
A pesar de estos buenos recuerdos a plein air, siempre he preferido un comedor interior, con paredes pintadas en colores suaves, sin tapices ni barnices; en una sala con poca decoración, sin espejos ni elementos brillantes, donde lo único que brille sean la cubertería o las iridiscencias del aceite. Me gusta que la cristalería tenga la transparencia de un día ventoso de invierno y no refleje nada que no sean los comensales o lo que hay encima de la mesa.
En el exterior corremos más riesgo de que la cosa se estropee: una racha de viento que se lleve el aroma del rodaballo, un rayo de sol que neutralice el esplendor de una escarola bien aliñada, un nubarrón que oscurezca el color del vino de Borgoña o unos ramajes que con su movimiento puedan distraer el sabor punzante de una buena mostaza de Alsacia.
En todo caso, al aire libre o en un interior, es conveniente cuidar la mantelería y seleccionar la compañía, no vaya a ser que a algún comensal le dé por hablar de política, de fútbol o de religión.