Barrio del Raval. Calle de Joaquín Costa. Se alquilan habitaciones cutres, con espejo en el techo, por horas.
Era la primera vez que veía a Mbusi desnudo por completo. Estaba tendido en la cama, inmóvil, mirándome a través del espejo del techo. De pronto, su negritud me pareció un abismo en aquel lugar tan esperpéntico. Como si estuviera a punto de morir, toda mi vida pasó ante mí en un instante. Los espacios grises, graníticos, de Bergen, en Noruega; la Universidad de Berkeley, en California, con sus espacios abiertos; los cielos del centro de África, la luz tropical del Congo y de Niassa; la encerrona de Alepo, las ruinas y la lluvia de metralla; estar encerrada junto a cientos de científicos en el laboratorio de propulsión a chorro de Pasadena y, en un instante, encontrarme en una habitación del Raval, como una puta de veinte euros, en una habitación diminuta, decorada como si fuera un pastel de arándanos, con un tío de casi dos metros, que no reaccionaba a mis encantos… y lo único que se me ocurrió fue jugar el papel de ángel caído en manos del destino.
Intenté quitarme el vestido y la culotte, pero me atrabanqué y me dejé caer en una esquina, como si estuviera borracha y desorientada. Le miré a través del espejo. Ese era el hombre que estaba a punto de cambiar mi vida, una masa de músculos que merecía un sacrificio, pero no estaba dispuesta a chupársela como si estuviera buscando un polvo fácil. Cuando se levantó, me entró miedo y eso me produjo cierta excitación. Mbusi podía haberse ido en ese momento, pero por la forma en que se había desnudado y yo me había abandonado, no se iría sin probar la presa. Un león no abandona la carne fresca. Me pasó una uña gruesa y poderosa por el muslo, y sentí un escalofrío que me arqueó la espalda. En ese instante, estuve a punto de perder la concentración, se oían voces en la calle, una tubería de descarga, la puerta del ascensor, el movimiento acompasado de una cama en una habitación cercana, gemidos apagados. Estaba ardiendo, me sentía como si tuviera fiebre, no quería moverme, necesitaba que Mbusi me amara y en la oscuridad de mi mente afloró la idea de que para conseguirlo tenía que convertirme en su esclava
― ¿Qué quieres que haga? —le pregunté.
Me miraba con dulzura, pero en un instante su rostro se endureció. Me metió dos dedos en la boca, hasta la garganta. Tuve una arcada y generé una gran cantidad de saliva. Me frotó el rostro con ella y lo repitió una y otra vez haciendo que el rímel emborronara mi cara. Lo hacía con tanta destreza que empecéé a oler mi propia excitación. Apagó la luz, esperó un par de minutos en los que creí volverme loca, me alzó como si fuera una gacela y me soltó en la cama como si ya estuviera muerta. Mientras esperaba la penetración, oí un portazo y me encontré sola en la habitación, apestando a desinfectante y a mi propio sexo. Sus pasos se alejaron por el rellano y sentí cerrarse la puerta de emergencia como si me hubiera caído encima la hoja de una guillotina.
En el espejo oscuro, tenía la cara emborronada como una muñeca a la que han tirado disolvente para deformarla. Los chorretones negros del rímel me bajaban por las mejillas y se mezclaban con el colorete y el color de los labios. ¿Y si no volvía a verle? Cerré los ojos y me metí los dedos en la boca imaginando que era él, pero los míos eran demasiado pequeños. Me cabía la mano entera y sabía a rosas donde yo esperaba el sudor de un mozambiqueño. Me chorreó la saliva por la muñeca, intenté masturbarme, pero a medida que lo intentaba, el olor del desinfectante se imponía al de las rosas, los lirios y el jazmín de mi propio perfume.
De pronto, se abrió la puerta y entró de nuevo.
—¿Por qué has elegido este lugar? —me preguntó a bocajarro.
Me sorprendió que estuviera vestido.
—La magia.
—¿Qué?
—¿No te gusto?
En aquellos momentos no pude saber si durante los segundos de inmovilidad que siguieron estaba meditando decirme que le gustaba mucho o simplemente que no le importaba. Creo que estaba más cerca de lo segundo, porque me miraba como si yo no estuviera presente y me sentí como si fuera una simple imagen en una pantalla en tres dimensiones. Estaba desnuda, tenía la cara como un mapa, apoyada sobre las rodillas en medio de la cama con las piernas abiertas, demasiado flacas, mostrando el sexo como si tuviera tres años y le estuviera pidiendo a mi papá que me llevara a orinar a las cuatro de la mañana. Sentía en los codos el contacto de los pezones asustados de aquel hombre. No sabía qué hacer, todo mi cuerpo estaba en suspenso. Debía de parecer un monstruo horrible, con el pelo revuelto como el de una muñeca en un vertedero y un cuerpo que se empequeñecía por momentos.
De pronto, Mbusi me dio una bofetada e instantáneamente empecé a llorar, me saltaron las lágrimas como si me hubiera caído encima un mar de emociones, como si se hubiera roto una presa cuya existencia desconocía hasta ese momento, y empecé a gimotear sin contención. Deseaba con todas mis fuerzas salir de la habitación y dejar a aquel hombre con un par de narices. Sentía la cuenta atrás, solo esperaba el momento en que mis músculos dejaran de contraerse, pero las contracciones descendieron por mi cuerpo, como si estuviera llorando con todos los músculos, y no podía moverme. Un minuto después, Mbusi me cogió por las mejillas y besó las lágrimas calientes que se habían mezclado con la saliva. Sentí su cuerpo desnudo contra el mío y el animal que me apresaba se desvaneció en el aire. Le clavé las uñas en la espalda con todas mis fuerzas. Quería chuparme los dedos llenos de su sangre. Quería desgarrar por entero a Mbusi, arrancar la piel de aquel negro a tiras, y lo habría hecho esa noche de no haber descendido al infierno y subido a los cielos una docena de veces.