Se levantó temprano, aunque no tanto como cuando tenía que ir a trabajar. De todos modos, la noche anterior había puesto el despertador, por si acaso, una hora más tarde de lo habitual.
La noche anterior toda la familia se había sentado al fresco a tomar algo y a charlar, contentos de que un año más estaban todos juntos, y cada uno había contado sus pequeñas aventuras, sus cosas, nada extraordinario. Esas conversaciones, aprovechando la poca frescura de la noche, ponían contento su corazón de madre.
Había muchas cosas que hacer en la cocina, muchas viandas que preparar con esmero porque era un día especial y la comida tenía que ser perfecta.
Se duchó en un momento y antes de pasar a la cocina puso en marcha el aire acondicionado. A ella no le gustaba dejar el aire puesto toda la noche y eso le había costado más de una discusión con su marido que quería tenerlo puesto todo el día, a pesar de lo caro que era, así que consintió en tenerlo en marcha las horas de sol, que en aquella casa pegaba fuerte por estar orientada al sur.
Desde que vivían en Santander éste sería el primer año que pasarían la fiesta en la playa, aprovechando el calor. Los vecinos solían hacerlo, pero a ella le daba mucha pereza hacer la comida y luego empaquetarla bien para que llegara en condiciones. Tenían ya preparadas las sillas de camping, la mesa plegable y las tumbonas para dormir la siesta después de comer y, por supuesto, las dos sombrillas ya que una no daba para proteger a toda la familia.
Luisa había decidido que no iba a llevar la ensalada, la tortilla de patatas y los filetes empanados habituales. Aquella era una fiesta especial que pasaba una vez al año, estaban todos, incluso el hijo mayor que trabajaba en Sevilla y la hija recién divorciada, lo que evitaría a la familia la pesadez del exyerno que sabía de todo sin haber estudiado nada.
Sacó el pollo de la nevera y la carne picada para rellenarlo. De la despensa los orejones, las pasas, los piñones, la cebolla, para picarla lo más fina posible, la botella de jerez y los palillos. Con destreza rellenó el pollo, usó los palillos para coser el agujero que había quedado y lo puso en el horno a pesar del calor, porque la celebración valía la pena.
Preparó con paciencia y mimo unos canapés variados en pan de molde cortado a triángulos. Los hizo de queso con un tomatito pequeño, otros con mantequilla y anchoa, otros con pepinillos y aceitunas y otros de foie-gras. Menos mal que los dulces los había comprado en la pastelería y no tenía que hacerlos, tampoco hubiera sabido hacerlos, así que mejor comprarlos hechos.
La familia se fue levantando y asomándose a la cocina para ver cómo iban los preparativos. Todos preguntaron retóricamente si podían ayudar.
Cuando estuvo todo listo y guardado en recipientes adecuados y el champán y las otras bebidas en la nevera portátil, Luisa ordenó a su familia que se embadurnaran bien de crema solar sin dejar ni un centímetro de piel libre. El cambio climático era una cosa seria.
Sonó el teléfono. Era el tío Alberto, que parecía un poco achispado, diciendo: ¡Feliz año nuevo! ¡Feliz 2030! Gracias, igualmente, contestó Paco, el marido de Luisa que no tenía ganas de hablar.
—Este, como siempre, va adelantado —comentó Paco—. Hoy es Navidad, pero el pencas de tu hermano todavía no se ha enterado. ¡Vámonos, que me quiero dar un baño antes de comer!
Y la familia al completo, con la comida y todos los bártulos, se encaminó a celebrar la Navidad en la playa y comer el turrón con la arena.