Un nuevo mundo

Cruzando los límites


El jilguero se posó en el ventanal. Tenía patas adhesivas, similares a las de los geckos, en lugar de garras, puesto que todas las superficies de la nave estaban diseñadas como las alas de una cigarra. Su cerebro era un pequeño alfiler cuántico que le permitía tener el nivel de conciencia suficiente para mantenerse dentro de su zona de confort en la sala de espera de la Reina Roja, la gigantesca estación de paso donde una multitud se preparaba para el viaje.

Joana miró a través del vidrio los chorros de vapor que emergían del polo sur de Encélado, el satélite de Saturno, luego centró la vista en el cristal y vio su propia imagen, la nariz aplastada, los ojos caídos, los labios estrechos y surcados de arrugas. Estaba orgullosa, sin embargo, del tatuaje de Mara, el dios budista de los demonios y la destrucción, que emergía por encima de unos pechos escuálidos, apenas cubiertos por una blusa de lino que dejaba entrever unos pezones que parecían caños de tanto haber sido chupados. Serpientes rojas y negras cubrían unos brazos flacos y huesudos. Tosió con voz ronca, como si hubiera fumado un cigarrillo tras otro durante toda su vida y bebido alcohol como un cosaco, y allí estaba, elegida para un viaje al más allá, a través del agujero de gusano que flotaba junto a Saturno, por el que desaparecían las naves llenas de los colonos hacia mundos desconocidos y lejanos.

Una voz etérea conminó a los pasajeros a embarcar. Sintió un escalofrío, y, en un último atisbo, vio su propio pánico, porque cuando desembarcara lo haría con un cuerpo diferente, adaptado a un mundo nuevo, con otra gravedad y otra atmósfera, y a los desheredados como ella no les decían dónde iban ni el aspecto que tendrían. Solo era una paria desalojada de un planeta que ya no la soportaba.

La nave se dirigió rápidamente hacia el Hades, la boca del infierno que se los tragaría para siempre. La mente de Joana se disgregó al acercarse al agujero negro, mientras sus características más importantes eran introducidas en un núcleo de pensamiento cuántico. En un instante, se liberó de todas las emociones, dejó de ser el río y el mar para convertirse en el agua. Era como haber alcanzado la iluminación, inmune a todos los padecimientos y alegrías, pero también a punto de perder su identidad en un silencio absoluto donde nadie podía moverse.

Le habían dicho que recordara los rasgos esenciales de su vida para mantener la identidad, pero no había mucho en qué pensar. Cuando tenía trece años se había hecho esterilizar para no verse encadenada. Se ganaba la vida en la calle y había dormido más de una vez en un contenedor. Había vivido los últimos veinte años en una comuna. Y ahora, había sido elegida para empezar de nuevo, y no había podido negarse. Le dijeron que sería joven otra vez, que podría reproducirse, que volvería a vivir.

Lo primero que vio cuando se hizo de nuevo la luz fueron unas manos peludas con unos dedos largos, acabados en unas uñas fuertes y curvadas. El olor era tan intenso que sintió la necesidad de cavar y comer aquellos bulbos blancos que emergían entre unos hierbajos muy altos. Intentó hablar, pero le surgió un chillido y se dio cuenta de que estaba frotando los dientes para advertir del peligro a sus congéneres. Una sombra recorría la pradera llena de ratas, una especie de monstruo las abocaba a todas a lanzarse cuesta abajo. Joana corrió junto a las demás y saltó por el cercano talud, pero fue atrapada en el aire por el murciélago gigante. Apenas tuvo tiempo para reconocer su nuevo cuerpo y darse cuenta de que había sido enviada allí como alimento de otros llegados antes.