En 2023, éramos una familia que vivía en paz con sus vecinos. Teníamos un negocio de remiendo de zapatos en Gaza y una pequeña trastienda con productos básicos. Como los demás creyentes, cada semana recibíamos un sobre con dinero en el supermercado más cercano, procedente de Qatar. Mis cuatro hijas habían aprendido a leer y escribir y se fueron comprometiendo con primos y conocidos desde muy tierna edad, pero ninguna se casaría antes de los diecisiete, en eso estábamos todos de acuerdo.
Yo era y sigo siendo un amante de la astronomía, visitaba la mezquita con regularidad y no tenía duda de que Dios había puesto las estrellas con una finalidad: que toda la creación tenía que servir para que surgiera vida inteligente en este planeta. El hecho de que estuviéramos empeñados en destruirnos a nosotros mismos solo implicaba que el fin estaba cerca, que el paraíso estaba abriendo sus puertas, que toda esta realidad constituida de materia se acabaría difuminando y todos participaríamos de la belleza simbólica de lo que se malinterpreta como huríes de grandes ojos en el paraíso, que no son más que la infinidad de estrellas en el firmamento.
El caso es que entonces empezó la guerra con los israelíes. Destruyeron mi negocio, de hecho, el barrio entero, porque la escuela cercana y el hospital del barrio servían de entrada a la intrincada red subterránea que había convertido Gaza en un termitero gigantesco. Había túneles tan profundos que no se podían destruir ni con bombas atómicas. Las guerras son el mejor momento para introducir ideas, y vaya si lo hicieron. Dos años después, desarrollaron armas para matar de forma dirigida desde el espacio con impulsos electromagnéticos. La condición fue entonces: rendición o exterminio. No hubo rendición.
Sea como sea, yo no formaba parte de aquel entramado, había utilizado mis conocimientos para conectarme a las redes de astrónomos que buscaban planetas habitables con el fin de encontrar una salida a mi situación. Mis amigos astrónomos me dieron la clave para conectarme a satélites de comunicaciones, siempre que no lo comunicara a Hamás. Así que me jugué la vida en un campo de refugiados con un viejo ordenador portátil conectado a las estrellas mientras nadie más podía hacerlo, con la ayuda de mis cuatro hijas y mi bendita mujer, mientras empezaban a llover pulsos electromagnéticos que reventaban cabezas a nuestro alrededor. Nos dijeron que pintáramos las tiendas donde habían matado a los varones con su sangre, como durante las plagas de Egipto, cuando los judíos embadurnaban con sangre de cordero las puertas de sus casas para que las espadas flamígeras de los ángeles las evitaran. La nuestra estaba limpia. No había cerebros derramados y secados al sol en mi tienda porque alguien importante me conocía como astrónomo. Al tercer año, solo quedaban mujeres y niños en el campo, y unos pocos hombres de oficios útiles y que nunca se habían relacionado con los hombres de negro. En el mar de tiendas enrojecidas, llenas de silenciosos llantos, los ángeles dejaron de castigarnos.
El astrónomo que me había salvado la vida resultó ser una mujer palestina, Lisa Hana, que trabajaba en Pasadena y era una pieza clave en el proyecto de crear una ciudad en Marte. Me envió una foto suya junto con un reconocido astrofísico judío. El judío me escribió: «Es mi jefa», me dijo, «la mente más brillante que he conocido», «mejor matemática que Paul Dirac». Y añadió: «Tenemos que sacarte de ahí porque tenemos un fantástico proyecto».
Un día, el conductor del camión que repartía los alimentos nos conminó a recoger los bártulos. Era un palestino que nunca se había comprometido con la lucha armada. «No podéis conocer la entrada a los túneles», nos dijo, y, poco después de partir, en el mismo camión nos indujeron un sueño largo y profundo.
Cuando despertamos, estábamos en una ciudad subterránea recortada en la roca madre, de un color que no se daba en Palestina, generalmente de caliza y dolomía grises. Me hizo sospechar enseguida que estábamos en otra parte. La roca de aquellas paredes y techos era de origen volcánico. Un polvo rojo, ferruginoso, se deslizaba sobre los suelos de basalto, negros y brillantes bajo los pies. Los túneles estaban recortados como intestinos en las profundidades, llenos de divertículos que conducían a laboratorios, salas de reuniones, dormitorios, comedores y… una sala muy espaciosa con grandes ventanales que me cortaron el aire. Frente a nosotros, la pared opuesta de un desfiladero de grandes dimensiones que no podía ser otro que…
—Bienvenidos a Ciudad Marineris, dormilones.
Mi mujer me soltó la mano, solo para que otra, menos caliente, me sujetara los dedos con fuerza. Cuando miré a mi lado, vi la cara de niña y los cabellos cortos, varoniles, de Lisa Hana, que escrutaba mi rostro con fruición, a la espera de que, probablemente, me desmayara, de ahí que dos fornidos astronautas se colocaran a mis espaldas.
Pero lo que hice inmediatamente fue buscar el apoyo de mi mujer y mis hijas, para descubrir, en sus bocas y ojos abiertos como platos, una mezcla de pánico e incredulidad que nos llevó a abrazarnos a todos. Que era verdad, que estábamos en Marte, y que teníamos tantas preguntas que era como si hubiéramos muerto y vuelto a nacer en un mundo nuevo y extraño.