Un misterio

Tinta fina

Aquella noche había habido una tormenta, no demasiado espectacular pero sí con abundante aparato eléctrico y una lluvia fina que regó todos los jardines de la urbanización. Era una urbanización de chalecitos modestos, ocupados por familias de clase media que vivían el ensueño de ser propietarios de una casa con jardín y barbacoa, pero sin piscina porque el presupuesto no daba para tanto, aunque hubieran querido. Estaba situada un poco lejos del centro de la ciudad y cerca de los terrenos agrícolas que la rodeaban.

La familia que vivía en la casita más alejada, en el límite de la urbanización, se levantó temprano como cada día, había que ir al colegio y al trabajo. La tormenta los había despertado por lo que el madrugón cotidiano ese día les molestó más que de costumbre. La madre mientras desayunaba, deprisa y corriendo como siempre, creyó entrever un perro en el jardín o algo así, aunque era una silueta bastante grande o al menos eso le pareció en la bruma del amanecer. El sol todavía no había salido y la claridad era escasa. Pensó que era el perro de los vecinos de la casa de enfrente que con la tormenta se habría asustado, salido corriendo de su casa y aterrizado equivocadamente en su jardín. No le dio más importancia porque no eran horas de salir al jardín para ver si era Trasto y llegar tarde al trabajo. El resto de la familia no se dio cuenta de nada. El marido desayunaba distraído como siempre y los niños refunfuñaban porque había que ir al colegio porque no había llovido lo suficiente como para haber inundaciones y que se hubieran cerrado los colegios, cosa que había pasado una vez en su vida escolar.

Al mediodía al volver a casa, detrás de la cristalera del comedor, la vio: era blanca, gordezuela y no se apreciaba muy bien si era una oveja o una cabra, pero estaba allí reclamando atención o al menos, eso parecía. La mujer se acercó a la cristalera y la abrió. El animal se acercó lentamente y puso su cabeza en la mano de la mujer que se sintió impelida a acariciarla. No sabía qué hacer.

Llegó el resto de la familia y rodearon a la cabra, (habían decidido que era una cabra, aunque no se le apreciaban cuernos) y se inició una discusión acalorada sobre qué hacer con él o la huésped. Lo primero que había que determinar era si se trataba de un macho o de una hembra, como si el sexo fuera algo importante, después si se le tenía que comprar comida y qué clase de comida y a quién preguntar si se había escapado de alguna granja o alguien la había dejado en el jardín.

El pequeño de la familia dijo que no hacía falta comprar comida, que podía comer la hierba del jardín y así el capítulo comida salía gratis y así él no tenía que pasar la segadora los sábados. Llamaron al ayuntamiento, a las granjas del término municipal, a las granjas de otros términos municipales colindantes, pusieron un anuncio en la radio, pero nada, nadie había perdido una cabra. Llamaron al veterinario que les dijo que parecía estar sana y que no tendría más de tres o cuatro años, es decir que era ya adulta.

Decidieron quedársela porque no sabían qué hacer con ella. El marido vació la caseta de las herramientas de las sillas de verano y el parasol y le hizo una especie de corral para que estuviera cómoda. Peregrinaron por distintas granjas hasta que encontraron una que les vendió paja para hacerle la cama al animal.

Compraron un cepillo de cerdas gruesas para cepillarla y que el pelo le brillara. La cabra cada día se mostraba más cariñosa, más participativa. Cada mañana se acercaba a la cristalera del comedor para esperar las caricias de la señora que había cambiado sus costumbres y ahora se levantaba una hora antes para poder acariciarla y hablar con ella un rato antes de irse a trabajar.

El vecindario comenzó a desfilar por el chalecito con las excusas más peregrinas, que si se les había acabado la sal, que se habían quedado sin batería en el móvil y no podían llamar, que si les podían prestar un martillo, que si tenían un folio para que el niño pudiera hacer los deberes porque se había olvidado la cartera en el colegio… Todos daban su opinión al ver al animal, ninguna coincidente.

Llegó el verano y la familia decidió hacer un viaje como cada año, pero ese año lo harían más corto para no dejar a la cabra sola mucho tiempo. 

Los vecinos de enfrente, los dueños de Trasto, se avinieron a vigilarla y darle zanahorias de vez en cuando pues al parecer le gustaban mucho y las tomaba con fruición como si fueran dulces.

La familia emprendió el viaje de vacaciones confiada en que todo iría bien.

En cuanto el coche se perdió en la lejanía comenzaron a sonar los teléfonos y los vecinos varones pertrechados debidamente entraron en los dominios de la cabra y procedieron. La repartieron equitativamente y toda la urbanización dejó de ir al carnicero unos cuantos días, cosa que desconcertó un poco al señor Mariano que tenía fama de tener la mejor carne del barrio.

Decidieron decir a los propietarios de la cabra que se había escapado, total apareció de repente y bien podría haber desaparecido de la misma manera.


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