Un, dos, tres… ¡Las Carey!

Universo felino


Desde mucho tiempo atrás, estos andurriales fueron zona de gatos atigrados. Hasta que un día tonto entró la dueña en la sala y con tono de censura anunció: «Mañana viene la decoradora». Desde entonces, Mademoiselle Fifí ha tenido que contar muchas veces la historia de la jornada de la vergüenza:

«Aterrizó en casa una mañana, temprano, aunque estábamos avisados. Era una tipa, una rara. Enseguida esparció en el suelo un montón de telas. Fue sacando de una lata esmaltada un universo indescriptible de herramientas de costura que depositaba con cuidado sobre las baldosas. Jules y yo habíamos decidido sabotearla enterrando algunos utensilios en el huerto o entre el estiércol.  Sin embargo, nos quedamos atrapados, como embobados. Aquello era hipnótico, era fascinante. En lugar de defender la casa como era nuestra obligación, caímos bajo el embrujo de sus movimientos y sus rituales. Estuvimos viéndola trabajar. 

A gran velocidad, montó una butaca muy elegante, tapizada con cretona, y luego le añadió unos complementos: zapatillas, un plumier, dos tazas y una tetera, un estuche para agujas de calceta y un estante con un pequeño cajón secreto. Cuando acabó, dio unos pasos hacia atrás. Contempló muy complacida el resultado. Y entonces ocurrió algo insólito: Tío Jules se subió a la butaca y se arrellanó. —Cuando llegaba a este punto de la narración, hacía un alto y miraba a su amigo con indulgencia. El Tío Jules se sentía morir—. La decoradora chiflada, lejos de enfadarse, emprendió una actividad febril para armar una segunda butaca. Eligió tela de chiffon con un estampado muy vistoso. Cuando el sillón tomó cuerpo, lo completó con una regleta de diez enchufes, una minibatidora, estantes, casilleros para cosas pequeñas y fastidiosas y una bola de nieve que contenía una pirámide de Kefrén. Esta vez se sentó en el suelo con las piernas cruzadas para recrearse en la composición. Y entonces sucedió lo más vergonzoso: yo misma me sentí impelida de forma irresistible a subir a la butaca. El chiffon había acumulado una gran cantidad de electricidad estática durante el trabajo y todo el pelo de mi cuerpo se erizaba de placer.

Todavía no nos habíamos recuperado del pasmo que nos causaba nuestro propio comportamiento indigno cuando la locuela volvió a su mágico trajín. Ahora usó tela de felpilla, un teléfono antiguo, un atril, una lámpara, un canario y un mueble bar. En cuanto acabó, se apartó y contempló, entró por el balcón abierto una gata a quien no habíamos visto en la vida. Fue directa, como una exhalación, a tomar posesión de la tercera butaca. Jules y yo no movimos ni un pelo para impedirlo…

Así fue como se apoderaron las gatas Carey de estos parajes».