Había barrido la casa con minuciosidad, con esmero, con dedicación casi quirúrgica. No dejó ni un solo rincón por limpiar. Levantó una a una las alfombras y las colocó en los respaldos de las sillas, encima de las camas, en el perchero de la entrada. Pasó la escoba una y otra vez fijándose bien en que no quedara ni una mota de polvo perdida por ahí, pegada a la pata de una mesa o al taburete del piano.
Era un trabajo dificultoso y delicado porque había que tener mucho cuidado para no romper ningún objeto y para no dejar ni rastro del polvo que insidiosamente se depositaba cada día, sin ninguna consideración, en los recovecos y perifollos de las frutas de porcelana que figuraban un frutero abundantemente repleto que presidía la mesa del comedor o que intentaba depositarse entre las páginas de los libros una vez cubierto el borde superior de los mismos. También había que tener un exquisito cuidado, a la hora de limpiar el polvo, con el violín japonés; monocordio, le dijeron que se llamaba, que colgaba junto al cuadro que representaba, con un realismo encomiado por todos los que visitaban la casa, una ola a punto de romper en una playa de blanca arena. Faltan los surfistas había dicho alguien que en ese momento no recordaba.
Era penoso proceder con celo y meticulosidad, pero no había más remedio porque al polvo no se le tenía que dejar pasar ni una porque era persistente en su manera de ocupar el mayor número de lugares posibles. Y eso no se podía tolerar. El acoso y derrota del polvo le llevó casi dos horas, pero, gracias a Dios y a que la casa no era muy grande, afortunadamente, salió victoriosa del trance.
Después vino el toque final a los suelos: pasar la fregona para fregar la superficie limpia ya de polvo.
La fregona había sido un invento de un señor de Zaragoza para facilitar el trabajo de las amas de casa. No sabía muy bien qué quería decir amas de casa porque su casa no estaba a su nombre, no era suya, sino que estaba a nombre de su marido que era el verdadero propietario y lo mismo les pasaba a sus amigas, ninguna, a decir verdad, era dueña de su casa. Y, desde luego, el señor de Zaragoza seguro que no pensó, cuando inventó la fregona, en las señoras que poseían una casa o un piso, sino en quienes lo limpiaban que solían ser las esposas de los amos de casa y en algunos casos las asistentas de los mismos bajo la mirada atenta de las ya mencionadas esposas.
Después de haber barrido, limpiado el polvo, fregado y colocado las alfombras en su lugar habitual suspiró. Sólo le quedaba el baño.
Eso del baño era otro capítulo. Todo consistía en procurar que los grifos del lavabo, de la bañera y del bidet relucieran para lo cual no bastaba con pasar un paño, no, había que utilizar productos específicos como limpiadores de cal, jabones de Marsella y otros que, una vez aclarados, no dejaran ni una sola huella en el bruñido níquel. Las piletas de lavabo, bañera, bidet e inodoro había que limpiarlas también con productos específicos. Las tres primeras con el mismo y la cuarta con uno más fuerte dada la naturaleza un tanto oscura de su función. Así que, en conjunto, no era nada fácil el mantenimiento cotidiano del baño.
Dejó la cocina para después de preparar la comida. Sería fácil porque su marido no comería en casa y ella con una ensalada y una tortilla a la francesa tenía suficiente. Había hecho algún exceso, nada grave, en las pasadas fiestas y había que volver a la normalidad, es decir, al peso anterior.
Comió en la mesa de la cocina para no ensuciar el comedor que había quedado como una patena. No sabía exactamente a qué se refería eso de la patena para querer decir que estaba muy limpio, le sonaba que era algo de iglesia, daba igual, el caso es que estaba todo como una patena y por una ensalada y una tortilla a la francesa no lo iba a estropear, le podía caer una miguita de pan, aunque pusiera mucho cuidado.
Después de comer lavó la sartén, el plato, el bol de la ensalada, el tenedor y el cuchillo con el que había pelado la pera que tomó de postre, los puso a escurrir y mientras limpió la vitrocerámica, teniendo mucho cuidado para no rayarla, y los mármoles de la cocina, así como la encimera que cubría la lavadora y el lavaplatos que usaba sólo los domingos cuando iba su suegra a comer.
Pensó sentarse un rato a ver la televisión, pero se acordó de que antes de barrer la casa había sacado la ropa que tendió el día anterior y había que plancharla por lo que sacó la tabla de planchar de un armario y enchufó la plancha a una toma de corriente que le venía muy bien para cumplir con esa tarea. No había mucha plancha porque la mayor parte de la ropa lavada el día anterior eran calzoncillos, bragas, calcetines y alguna camiseta que no necesitaban plancharse. Procedió a doblar esas prendas mientras se calentaba la plancha y a guardarlas en los cajones apropiados de la cómoda del dormitorio. Quedaban tres camisas, dos blusas, un pijama y un camisón y, aunque las camisas daban trabajo, calculó que en tres cuartos de hora habría finalizado y así podría coser el dobladillo de unos pantalones de su marido que se le había descosido al ir a bajar del autobús al volver del trabajo.
Se la encontró su marido cuando al regresar esa tarde del trabajo entró en el cuarto de baño para satisfacer una necesidad urgente que le había sobrevenido en el ascensor mientras subía a casa. Estaba en la bañera con aspecto tranquilo, el rostro relajado, aunque más pálido que de costumbre, ella sólo se ponía un poco morena en agosto cuando iban a la playa. El agua tenía un tono rosado que él no recordaba haber visto nunca a pesar de que a veces la había visto bañarse con sales de baño de distintos colores.
Sintió un calor repentino en las piernas y dio un grito.
Cuando la sacaron de la bañera quedó en las paredes de la misma una pátina rojiza como purulenta que le daba un aspecto de suciedad algo repugnante. Parecía mentira con lo limpia que había quedado por la mañana.