El domador castiga al viejo león, le azota hasta hacer que salte por un aro de fuego, hasta conseguir que haga una pirueta ridícula y quede en una posición humillante, conteniendo sus rugidos, reprimiendo su velocidad y su fiereza. El viejo león siente sobre su piel las tiras trenzadas de cuero del látigo y cada golpe le arranca un poco de su esencia y de su dignidad de animal salvaje. Tras azotar sistemáticamente a sus bestias, el domador, cuando sale a la pista, refulgente de lentejuelas, saluda al público bajo la luz inmensa de los focos. Un estruendo de aplausos se eleva en la carpa. El “Gran Leontoff” sonríe haciendo chasquear su látigo, que suena como una advertencia terrible. Desde las plataformas de sus botas lustrosas de cuero negro, el “Gran Leontoff” se siente la estrella que sin duda es: un artista único del dolor.
Imagen Edu Barbero
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