Un amor incomprendido

Perplejos en la ciudad

Algunos vecinos comentan aún el asunto de aquel individuo de trato difícil, de pocas palabras, que residía en el piso 2º 2ª, y que un día repartió en los buzones de la comunidad una carta firmada.

En la misma se disculpaba, en calidad de vecino, y les contaba que si parecía un insociable porque no hablaba en el ascensor y prefería la soledad, ello era debido a un trabajo especial que le absorbía desde hacía un tiempo: el trabajo de peinar los bellos rizos y limar las uñas largas, afiladas —esmaltadas con blanco de nube deshecha— de un cadáver amoroso que le ocupaba gran parte del día y de su vida.

Reunidos los vecinos, asustados por dicha confesión, decidieron, por mayoría, denunciarlo y expulsarlo de la comunidad.

Estaba mal visto y era insano, argumentaron, peinar los rizos y pulir las uñas de un cadáver en una comunidad de vecinos respetable.

Un cadáver que, por cierto, nunca fue encontrado en el piso, ni en ningún otro lugar.

El juez lo declaró inocente, añadiendo en la sentencia que él, el juez, tenía un hijo poeta y que, por lo tanto, se había acostumbrado a las visiones y metáforas y a otras extravagancias líricas de estos creadores.

El extraño vecino, sin defenderse en absoluto y no queriendo explicar más de lo que ya había escrito en la famosa carta, abandonó de inmediato la casa y se fue a vivir a un callejón, a una planta baja cerca del cementerio, donde podría seguir peinando los bellos rizos y puliendo las uñas largas, afiladas, de un cadáver amoroso, cuyos cuidados lo tenían ocupado gran parte del día y de su vida.