Hay libros que te abren la mente a situaciones que tratas de olvidar pero que son ineludibles. Al pie de la sepultura, de Laura Manzanera —periodista todoterreno—, es uno de ellos. «Por vuestras palabras os recordarán», advierte la autora en el prólogo de esta recopilación de las últimas frases de unos quinientos moribundos que en el mundo fueron. Famosos, famosillos y tipos más o menos desconocidos que, en el momento de morir, enhebran palabras, párrafos, o simples suspiros de despedida, y que alguien se encarga de recoger y certificar. Laura Manzanera organiza tales manifestaciones del ars moriendi en categorías tan descriptivas como «expresiones resignadas», «obsesivas», «orgullosas», «irónicas», «aleccionadoras» o «prosaicas». Entre ellas podemos leer las últimas declaraciones de Aristóteles, Marie Curie, Bing Crosby o Jorge Luis Borges. Ninguna tiene desperdicio, porque la autora ha sabido enriquecer sus últimas palabras con las circunstancias en que fueron pronunciadas.
Lógicamente, a los pies del patíbulo, de la hoguera o de la parrilla, uno puede proferir maldiciones o desgranar alguna frase mayúscula que previamente se habrá preparado. «La muerte no me asusta. Hasta ahora ha sido ella la que se ha asustado de mí», son las orgullosas y últimas palabras de Henry Vane, político inglés condenado a muerte por haber intrigado contra Cromwell. «El sueño de la muerte apretará mis párpados», declamó con lirismo el poeta francés André Chénier, al pie del cadalso. «Muero como un mártir. Mi alma ascenderá al cielo con el humo», exclamó Giordano Bruno, mientras ardía en la fogata. Y san Lorenzo, que fue asado vivo en una parrilla, tuvo los arrestos de insinuar con una sonrisa a su verdugo: «Gíreme, por favor. Por este lado ya estoy asado».
Sin embargo, cuando la muerte acontece inesperadamente hay que estar muy atento para no caer en el estereotipo y acabar balbuceando alguna tontería. Enrico Caruso: «Me falta el aire». Manolete: «¡Qué disgusto le voy a dar a mi madre». Al Capone, en la prisión, muriendo de neumonía: «Jesús mío, misericordia». Pancho Villa, incapaz de decir nada relevante para la posteridad: «No deje que termine así. Cuénteles que dije algo».
Así pues, advertidos por el libro de Laura Manzanera, es sensato preguntarse: ¿cómo me gustaría abandonar este mundo? ¿Cuál querría que fuera mi crespón verbal? ¿Qué últimas palabras quisiera pronunciar en mi lecho de muerte, si es que muero enlechado?
Moraleja
Considerando lo anterior, trate de guiarse en lo sucesivo por las normas siguientes:
—Si decide hacer gala de su hosquedad habitual, no diga nada. Quizá sea una buena idea que le recuerden por ser un tipo huraño y consecuente hasta el final.
—Si prefiere tranquilizar a sus deudos con palabras sedantes, puede enarbolar un «adiós» —entre gemidos—, un «buenas noches, cariño» y cosas así. Palabras insulsas pero consoladoras. No se le ocurra decir «me aburro», que sugiere cierta insatisfacción por lo que está sucediendo.
—Si quiere dárselas de filósofo, le ofrecemos un apotegma del erudito francés Pierre Gassendi, que deberá usted memorizar y proferirlo cuando corresponda: «He sabido sin saber por qué, he vivido sin saber cómo y muero sin saber por qué ni cómo».
—No obstante, y no conociendo el día ni la hora, ni las condiciones de su muerte, puede dejarlo todo en manos del azar, de manera que, espontáneamente, sin artificiosidad, diga lo que le venga en gana…y calle para siempre.