Caen mendrugos de pan sobre la acera. Restos de migas se extienden hasta la calzada, diseminadas en islotes grises empapados en charcos. A las palomas les da igual. Siete de ellas pasean entre las ruedas de los coches aparcados. Una se detiene en el bordillo, observando, quizá saciada; despliega sus alas para iniciar el vuelo y es atrapada por alguien que antaño debió de jugar al rugby. El cazador se incorpora del suelo escondiendo hábilmente la presa entre los andrajos. La paloma no lo vio salir; yo tampoco. Salió del gris. El mendigo repara en mí; estoy atrapado. Avanza despacio, a punto de quebrarse en cada paso, reteniéndome con mirada hipnótica. El rojo de sus ojos se detiene a un palmo de los míos: «Toma, hazte un caldo». El ave aletea en mis manos temblorosas, el hombre se va y comienzo a reconstruir la escena sin soltar la paloma. Tan pronto pierdo de vista al enigmático cazador, la libero en el suelo. La naturaleza, que no entiende de bondad, ordena que la colúmbida se despida con una mancha blanca en uno de mis zapatos. Y como quiera que mi lumbalgia no perdona, doblo mis rodillas hasta acuclillarme a fin de limpiar el excremento del ingrato pajarraco. Percibo un leve hedor al incorporarme; acerco manos y nariz, el hedor evoluciona a insoportable y estoy a punto de vomitar. Impulsivamente, pienso en anular la cita. Recapacito y decido posponerla hasta haberme aseado. No solo son los posibles restos de heces, sino el plumaje de la paloma, que no puedo sacármelo de la pituitaria. Doy medio vuelta y desando poco más de dos kilómetros hasta casa. Siento que impregno de paloma todo lo que toco: la puerta del portal, la puerta de casa, las llaves… Tengo que ducharme. Echo la ropa a la lavadora, me ducho. No puedo cerrar los ojos sin quitarme a aquel tipo de la cabeza. Vacío los botes de gel y de champú sin quitarme tampoco el maldito hedor a paloma. El teléfono suena. Puede esperar. Debe esperar. Cierro el grifo y vuelvo a abrirlo hasta que el desagüe se traga toda la espuma. Envuelto en la toalla, alcanzo, goteando, el teléfono. Lo lanzo contra el suelo: ¡huele a paloma! Nadia puede esperar. Debe esperar; tengo que lavarme las manos. Al fin, sin restos de fetidez columbina, me visto e inicio el camino hacia la calle. No puede ser peor: huele a paloma desde que cierro la puerta de casa. A cien metros del portal, opto por cambiar de trayecto para no pasar de nuevo por donde me crucé con el mendigo. Sé que llego tarde.
Goznes de dulces chirridos me abren tus brazos. Susurros de frases metálicas callan mi boca. Diez milésimas de segundo habrían bastado para que comprendieras. Mas no debo hablar; no me creerías. O pensarías que estoy loco. No sé que es peor, Nadia.
—Por cierto, ¡qué bien hueles! —añades.
—Gracias, Nadia. Pero nada huele como tú.
—No tengas morro.
—¡Pero si es verdad!
—¡Anda! Si al final acabarás llamándome pichoncito.
Se me revuelven las entrañas al escucharte esa palabra. El camarero me saca de la náusea:
—Buenas noches. Aquí tienen la carta.
—Buenas noches. Gracias, muy amable.
—Si me permiten, les recomiendo el ribera. Es un crianza suave, pero con el aroma perfecto de la tempranillo. Si van a cenar consomé, es una excelente elección.
—Bien, tráiganos una botella —resuelve Nadia.
Desvío la mirada de la carta y la dirijo hacia el camarero, que se retira con la demanda. Algo me huele raro desde que he llegado. Es algo más que el aroma de los platos y la cocina, y es algo más que un extraño pálpito. Nadia me saca del aturdimiento:
—¿Sabías que estamos envenenados de nitritos y hormonas?
—¿Eh?
—Pues eso, que una ya no puede fiarse ni de lo que come.
—¿Por qué dices eso? —pregunto banalmente para recuperar tiempo de reacción.
—¡Hombre! Creo que está claro, ¿no? Te he propuesto este restaurante precisamente por eso. Perdiz escabechada, codornices en guarnición de castañas, lomo de jabalí al chimichurri… Te gusta la carne tanto como a mí… Bueno, ya sabes a qué me refiero, no me vengas con bromitas.
Ya caigo: escalopines de corzo con salsa de bayas, costillas de venado asadas… ¡Un restaurante de comida cinegética! Pero ese olor… No es precisamente a jaras y tomillos. Decido seguirle la corriente:
—Comida sana. ¡Cómo me cuidas, cariño!
—Tenemos que cuidarnos —subraya.
—No se le puede pedir más a la vida: el sitio es acogedor, hogareño, familiar incluso; y, desde luego, huele que alimenta.
Algo no anda bien. Sé detectar mi ironía oculta y sé que lo que acabo de decir presagia algo terrible. Me excuso para ir al lavabo, me levanto y, en el camino, tras el biombo del fondo, me deslizo hasta asomarme por los batientes de la cocina. El ir y venir de pinches y demás plantilla me impulsa a esconderme atropelladamente tras un oportuno ficus. Mientras recompongo la compostura, diviso a Nadia: habla por teléfono tapándose la boca. Parece molesta, con ademanes contenidos. Seguro que el negrero del jefe está detrás de esto. Mientras, dos camareros pasan a mi lado portando algo con un olor penetrante. Demasiado intenso. Llego a preguntarme si nadie más lo percibe tan fuerte, pero es que veo a todo el mundo deleitándose a cada cucharada. ¡Porque todo el mundo está tomando sopa en este restaurante! Me zafo del ficus y trato de asomarme de nuevo a la cocina: no veo costillares ni lomos sobre las mesas de preparación; solo huesecillos. Me golpea una de las hojas batientes y salgo despedido como una peonza sobre el ficus, que cae tronchado. Todo el restaurante me observa. Busco a Nadia con la mirada; me ha localizado antes y me examina con los ojos y la boca como platos. Un tipo que no había visto antes se me acerca y me ayuda a incorporarme. Me sacudo la camisa y los pantalones como James Bond saliendo de la piscina y vuelvo junto a Nadia.
—¿¡Quieres sentarte, por favor!? —masculla con el teléfono aún en la mano.
—Lo siento, cariño —acierto a decir.
—¿Que lo sientes? Llegas cuarenta minutos tarde, ni te molestas en mirar la carta, me ignoras, dices que vas al baño y acabas en la otra punta dando la nota, ¿y dices que lo sientes? Si no fuera porque no me sorprende…
Esta noche no follaremos.
—¡Por Dios, deja la carta! Ya pido yo. —Una sencilla seña es suficiente para llamar al camarero, que no ha quitado ojo de nuestra mesa.
—¿Han elegido ya?
—Creo que sí —asiente Nadia antes de consultar—: Nos habían recomendado este restaurante por su consomé, pero no lo encontramos en la carta. ¿Puede ayudarnos?
—Desde luego, señora. Permítame: se trata de la especialidad de la casa; el motivo de que no esté en la carta responde a los deseos de su creador, don Eusebio Palomino, que en gloria esté. Bien, don Eusebio ideó el consomé allá en la posguerra, cuando en la ciudad escaseaba incluso la legumbre y no era raro acudir a roedores y diversas aves para lograr un mínimo suministro de proteínas. Lo que empezó siendo sustento familiar poco a poco fue extendiéndose por las calles aledañas y por todo el barrio. Los vecinos, agradecidos por el sacrificio de don Eusebio, consiguieron reunir un pequeño capital al cabo de los años, con el que adquirieron un local abandonado que fue obsequiado a nuestro ilustre benefactor. Lenguas maledicentes cuentan que el señor Palomino tuvo trato de favor con el Régimen porque, según dicen, el consomé llegó a degustarse en El Pardo, lo que no sería de extrañar, pues es delicioso, si me permiten. Pero nada más lejos: el señor Palomino había luchado en el bando republicano y fue el único superviviente de seis hermanos. Después de todo, en este país la envidia es deporte nacional (más que el fútbol) y nadie perdonó que don Eusebio transformara el comedor social en restaurante. Tengan en cuenta que el barrio también se había transformado; supongo que tras el fin del aislacionismo. No es que la clientela hubiera pasado a ser de alto copete; más bien no había razón de ser para un comedor social que había estado asistiendo diariamente a centenares de personas hasta principios de los cincuenta y que de golpe y porrazo apenas servía una docena de consomés en el cincuenta y seis, un año antes del cambio. Luego no fue más que una cuestión de supervivencia, como pueden comprender.
»¡Ah, el consomé! Es un secreto de familia. Los dueños, que guardan celosamente sus identidades, guardan con mayor reserva el secreto del plato. Únicamente nuestro chef, un avezado investigador culinario, conoce la receta aparte de la familia. Ni siquiera el personal conoce al chef, ni por supuesto a la familia. No les hablaré del proceso de selección de la plantilla, que también es secreto, pero con estos datos no dudo de que sabrán valorar el esfuerzo que se pone en esta santa casa para satisfacer al cliente más exigente. Sí que podría decirles, no obstante, que el consomé cuenta con ingredientes de primerísima calidad.
Nadia mantiene la pausa. La conozco lo suficiente como para saber que va a pedir el consomé de marras cueste lo que cueste.
—¡Vaya! Suena bien —exclama Nadia tratando de contener la emoción.
—Sí —añado inercialmente.
—Entonces, ¿pedirán consomé la señora y el señor?
—¡Cómo evitarlo! —exclama Nadia con risa nerviosa—. Pónganos dos tazas, por favor.
—Muy bien —dice el camarero antes de carraspear—. Olvidé recomendarles que no pidieran segundo plato; además de exquisito, nuestro consomé es muy nutritivo y probablemente queden saciados.
—¡Oh! ¡Qué amable!
Es como si hubiera pasado la tormenta. Nadia está encantada de repente. Vuelve a ser la Nadia adorable que me lleva en volandas a los cielos. Tal vez follemos.
—Eres maravillosa —me arranco.
—Nos merecemos esto y más, cielo.
—Nadia, me siento tan afortunado…
Mi mano derecha empieza a relajarse; los dedos, convertidos en artilugio biónico, caminan en busca de los suyos hasta encontrarse. Es el primer arrumaco en lo que llevamos de noche. Ella responde con sonrisa dulce. Podríamos esperar así hasta el fin del mundo, dialogando con los ojos y las manos. Posiblemente han pasado unos minutos cuando reaparece el camarero, que nos sirve amablemente de la sopera a las tazas. Soy incapaz de seguir con la farsa: el aroma del local se ha vuelto demasiado intenso bajo mi nariz; no puedo soportarlo. A punto de desplomarme desde la silla, asisto al deleite de Nadia cucharada tras cucharada. Todo me da vueltas. Mire donde mire, veo a comensales ejerciendo de arúspices. Me levanto de la silla luchando contra la tentación de marearme y grito: «¡Antro de palomas!».
Salgo corriendo. Está helando en la calle y me he dejado el abrigo en la silla, pero no pienso volver. Inspiro todo lo que dan de sí los pulmones. Dispuesto a regresar a casa, una escena me detiene: dos personas discuten acaloradamente en la negrura de un callejón. Me escondo porque he reconocido al jefe de Nadia, Mateo Palomino, que, tras decir la última palabra, camina iluminado por el amarillo halógeno de una farola. Se detiene, saca el teléfono del bolsillo y llama: «Nadia. Sí, mi amor. Lo tenía todo arreglado, pero este imbécil ha tenido que estropearlo. No, no puedo; es el mejor chef que jamás hemos tenido. Estoy aquí fuera. Paso y lo hablamos. No llores, pichoncito. Hasta ahora». Pasa al restaurante.
Estoy paralizado y no es de frío; si acaso, un puñal de hielo acaba de rasgarme el corazón. Aunque trato de dar sentido a todo, mis pensamientos patinan. Si Nadia me ha traído aquí, no era necesario hacerme pasar por este calvario. Si pretendía proponerme un amor a tres bandas, habría bastado con hablarlo, que no es que yo hubiera estado decididamente en contra, pues cuando se ama, se ama y punto, sin posesión. Aunque es muy fácil decirlo, claro. Porque supongo que ella también siente lo mismo por mí. ¿O no? Porque ¿a qué demonios estabas jugando, Nadia? Ya no sé nada. Nos iba bien. Tú en tu casa y yo en la mía. ¿Por qué complicarlo? Resulta todo tan simbólico… Tan onírico… Acabo de despertar en la peor de mis pesadillas creyendo que podría respirar aire puro. Mis entrañas han marchado de vacaciones y el mundo se ha transformado en un enorme oráculo que se apodera de mí. Las casualidades existen. Y nunca vienen solas: la hediondez a paloma atiborra la atmósfera; el interlocutor de Mateo Palomino viene hacia mí. Le conozco. Caigo al suelo. Antes de que mis párpados se cierren, reconozco el rojo de sus ojos; ya sin verle, oigo que me dice: «No querías caldo».
A modo de epílogo lorquiano: «¡Cuando las cosas llegan a los centros, no hay quien las arranque!»