Que Elena me engañaba con el urólogo lo descubrí por casualidad.
Él era mi médico desde hacía mucho tiempo. Se conocían ambos de las veces en las que fui a consulta acompañado por ella.
Una tarde, al volver antes de tiempo del trabajo, me di de bruces con su móvil. Sin querer se lo había dejado olvidado en el mueblecito de la entrada. Como lo vi destellar, lo cogí por si era algo importante para llamarla al fijo de su oficina. Y al abrirlo, inocente de mí, me encontré con el pastel: un mensaje insinuante y guarrindongo de mi médico esperando una respuesta de ella que no le llegaba.
Me quedé pálido como la cera, sin saber qué hacer. Y no hice nada. Lo dejé pasar para ver cómo reaccionaba Elena.
Pero eso fue un año después de la última vez que acudí a consulta, a recoger unas pruebas. En aquella ocasión había ido solo.
Mientras aguardaba en la sala de espera reparé en un enorme ficus de metro y medio que daba un tono de verdor al lugar; luego, más de cerca, comprobé que se trataba de una planta artificial. También me fijé en las litografías que adornaban las paredes, copias de cuadros famosos de Piet Mondrian y Kandinsky. Al estar enmarcadas y llevar un cristal protector le daban un aire mayor de autenticidad y categoría. Y es que el acabado es importante. Pensé en mi última novela, a la que le faltaba un principio y un final contundentes que enmarcaran el contenido central, de momento bastante mediocre: una historia de amor, protagonizada por el propio autor, a la que no sabía qué final darle. Necesitaba también ese marco.
Salí aliviado de la consulta porque los análisis y el resto de las pruebas habían dado negativo. Lo de una posible patología quedó en nada. Falsa alarma.
Pasaron los meses y llegó el día aquel en que descubrí que mi mujer me engañaba. Yo, por mi parte, me hice el loco. Eso sí, procuré blindar en el banco la parte de los ahorros que provenía de mi nómina y de la herencia de mis padres. Fui preparando el camino. Ya no teníamos relaciones íntimas y apenas nos dirigíamos la palabra. Un día ella me pidió el divorcio. Yo me hice el sorprendido. Me ordenó que abandonara inmediatamente la casa, pues era solo de ella. Me fui, pero no le facilité para nada la separación. Me negué a firmar nada. Que se buscara la vida, que se gastara los cuartos en ponerme una demanda. Me había engañado y ahora venía con prisas. ¡Qué se había creído! Cuando se lo dije por teléfono, me colgó furiosa.
A las dos semanas volví a mi médico para las pruebas urológicas. Me tocaba revisión anual, pura rutina. No sé por qué después de lo ocurrido no cambié de especialista. Quizá porque estaba acostumbrado a él.
Nunca lo hacía, pero aquella vez quiso explorarme:
—Bájese los pantalones, abra las piernas y apóyese aquí. Es cuestión de un momento. Relájese.
Antes de darme la vuelta para someterme al tacto rectal, me pareció vislumbrar un extraño brillo en sus ojos y una leve sonrisa, casi una mueca, mientras se ponía un guante desechable y agitaba en el aire los dedos. Luego me aplicó vaselina.
Durante la exploración, para pasar el mal trago, me dio por pensar. Y pensé que todo lo que me rodeaba era falso: el primer diagnóstico del urólogo que quedó afortunadamente en nada, su sonrisa impostada, los cuadros que colgaban de las paredes, el ficus enorme… ¿Sería falso también el título universitario que destacaba en la pared de la consulta? Eso sí, estaba enmarcado y la madera parecía de buena calidad. Y ya sabemos que el marco hace mucho. De hecho, yo encontré el mío, porque, gracias a que descubrí que Elena nunca sintió nada especial por mí, pude poner un final adecuado a mi novela.