Se cruzó con ella por primera vez al salir del baño. Mojada aún, desnuda y con el pelo cubierto con una toalla, dio un respingo hacia atrás y el corazón comenzó a baquetearle el pecho con furia. Balbuceó algo mientras trataba de entender, al tiempo que sus palabras querían preguntar quién era la persona que tenía frente a sí, aunque solo le salió un grito de miedo, casi un alarido de espanto.
Sin embargo, esa mujer que estaba en el pasillo de su casa no se inmutó. Siguió mirándola con una leve sonrisa en el rostro y la mirada más plácida que pudiera imaginarse. Eso aportó algo de calma a la situación y, aún sin ropa como estaba, desamparada ante la inesperada invasión de su intimidad, consiguió calmarse un poco al sentir que la mujer parecía inofensiva. Pese a ello, no le tranquilizaba nada ese repentino y brusco encuentro en el interior de su casa cerrada con una desconocida que la miraba, con placidez y aspecto relajado, sí, pero que no debía estar ahí.
Y si eso era desconcertante, más lo era el que esa mujer le resultara familiar, cercana y hasta con un cierto parecido consigo misma. En efecto, esa mujer se asemejaba mucho a las fotografías que aún guardaban sus padres en el álbum familiar de cuando era una joven adolescente, a su propia imagen retratada en tiempos pasados, como si se hubieran hecho corpóreos los recuerdos que tenía de sí misma.
Perpleja y confundida, arrugando el ceño y sintiendo en todo momento que algo no iba bien, se forzó a moverse como si nada raro estuviese sucediendo, quizás para tratar de tomar el control de la situación pero, sobre todo, para cubrir su desnudez y sentirse menos desamparada. La verdad es que no sentía ninguna calma.
—Espera… voy a vestirme; no te muevas…—, logró balbucir dirigiéndose a su cuarto sin dar la espalda a la extraña. Una vez dentro y a toda prisa, se quitó la toalla de la cabeza y se enfundó unos pantalones y una camiseta sin ponerse sujetador ni bragas. Al regresar al distribuidor donde había visto a la intrusa, no vio a nadie. Miró a la puerta, que seguía tan cerrada como al levantarse esa mañana antes de ir a la ducha. Buscó por el resto de su pequeña casa sin escondrijos, pero nadie se encontraba allí.
¿Habría soñado con esa aparición? ¿Al salir de la ducha? Hacía un rato largo que había despertado y no tenía conciencia de que sus sentidos estuviesen alterados por nada en especial, ni por ningún extraño sueño que pudiera haber dejado huella al abrir los ojos, ni siquiera por si algún leve rastro de resaca pudiera haber confundido sus sentidos. La noche anterior bebió algo, pero tan poco que descartó inmediatamente que eso pudiera haberla confundido. De hecho, su cabeza se sentía limpia, fresca y descansada… aunque bien ajetreada con la aparición que había tenido.
¡Qué extraño! Estaba segura de que había visto a esa mujer joven que tanto se parecía a como ella misma era hacía unos cuantos años. Había sucedido solo unos instantes antes y su conciencia le decía que así había sido, pero no había indicio alguno de que eso hubiera ocurrido, salvo sus sentidos, cada vez más confusos e inquietos. Estuvo intranquila todo el día y se lo reservó para sí misma sin contarle a nadie su extraordinaria experiencia. Lo habrían tomado a broma y se habrían burlado de ella. Precisamente eso es lo que fue sintiendo al final de la jornada: una broma de sus sentidos, un extraño e inexplicable fallo de su mente.
Logró dormir bien. Al acostarse había procurado conscientemente apartar el espejismo de su mente y lo logró. Nada la perturbó y se levantó descansada y con el ánimo positivo. Podría decirse que se sentía feliz.
Un sentimiento que se cortó en seco cuando, al salir de la cocina tras haber desayunado sus habituales galletas integrales con zumo y té, se topó consigo misma en el pasillo. Era ella misma la que estaba enfrente, un reflejo exacto como el que proyecta un espejo, aunque sin la extravagancia de ser un reflejo, pues no hacía sus movimientos. De nuevo, dio un paso atrás, espantada, aterrorizada. La imagen exacta de sí misma no hizo ningún movimiento, estaba ahí, en frente, quieta, sonriente, plácida, serena, en silencio. Ella, al contrario, sentía un profundo y gélido miedo, estaba temblorosa y totalmente desconcertada. No soportaba mirarse y cerró los ojos, acentuando la negrura con sus manos que los presionaron fuertemente.
Así estuvo casi cinco minutos; cinco largos minutos durante los que permaneció congelada, paralizada por el pavor que se le había metido dentro del cuerpo, con la mente plana y sin pensamientos, sin capacidad, quizás sin deseos, de razonar sobre lo que estaba viviendo. Tan solo sentía miedo.
Retiró sus manos, abrió los ojos y, ante ella, el pasillo estaba vacío. De nuevo, parecía haber sufrido un espejismo y, racional como acostumbraba a ser, se preguntó si no estaría sintiendo los síntomas iniciales de algún brote de esquizofrenia o de otra enfermedad mental.
Preocupada y hecha un manojo de nervios, se dirigió al salón para telefonear a su médico y concertar una cita en la que contarle todo lo que le estaba sucediendo. Allí, en el salón, sentada en el sillón más cercano a la ventana, en el que solía acomodarse para leer, allí había una mujer anciana que miraba al infinito, ausente, con ojos de enferma.
Y esa vieja que allí se arrellanaba tenía unos rasgos muy familiares… Quizás demasiado familiares…