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Las parten o, sin querer se les parten, a los albañiles polacos, algunas de las tejas que se desprenden de la vieja cubierta. Los dos perritos del jefe de obra observan la operación desde el asiento del conductor de su furgoneta blanca. El jefe de obra me saluda. Dejo atrás las operaciones albañilísticas. Mi perro se sobresalta con cada estallido que producen, al estrellarse en el suelo, las piezas de antiguo barro cocido, aún audible a esta distancia. Nos alejamos. Los arrancan. Queriendo arrancan los árboles. Los arrancan, con una pala mecánica desproporcionada, los operarios que están destrozando la piscina municipal desde el mes de julio. Corremos, mi perro y yo, para evitar el ruido de esta zona y nos adentramos en calles más silenciosas, en las que solo se escuchan balonazos en las pistas deportivas; musiquillas que escupen, al paso, los repartidores de Glovo en patinetes eléctricos; y carraspeos de jubilados acusando la sequedad del aire y el temor a la época de gripe que se avecina. Sorteamos un vórtice de bolsas de plástico, cáscaras de pistacho, papeles pegajosos y hojas de los árboles con crisis hídrica. Por fortuna, con pies y patitas incólumes, limpísimos, llegamos al paseo flanqueado por heladerías y supermercados exprés. Las marquesinas de los autobuses siguen anunciando parques acuáticos ya cerrados, películas de corte veraniego (sagas de humor hispánico vacacional, terrores burdos, dibujitos con moralina estadounidense…) que ya no están en cartelera. Los setos, medio pelados, y las fuentes, medio vandalizadas, nos deprimen y, girando a la izquierda, siguiendo el lejano sonido de las tejas que se rompen, rompen, rompen, emprendemos el camino a casa. Esquivamos el pequeño jardín sembrado de pinzas de la ropa que se precipitan, cada día, desde los edificios aledaños; dejamos atrás el abeto con más nidos-rascacielos de cotorras argentinas de todo Madrid, y entramos en el portal. Casa. A salvo. Seguiré contando.
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