Ponte en mi lugar. Estás sentado en un banco en el parque, o quizás en una cafetería, en una mesa junto a una ventana desde la que se ve la plaza, algunos árboles anémicos, chicos borrachos desde primera hora, perros olisqueándolo todo, el quiosquero cubriendo con plásticos los periódicos en obediencia a la previsión del tiempo, pero tú ni caso, tú estás a lo tuyo, a tu lectura, un libro hermoso como una cuñada soltera, cuando alguien se te acerca y te pregunta algo que no entiendes, o que no escuchas, levantas la vista y ves a un personaje entre cómico y grotesco, seguramente un viejo prematuro, de los que aparentan muchos años desde hace muchos años, con la piel pegada al cráneo y el cráneo arrugado, con unas gafas empañadas tras las que asoman dos ojos que sólo sirven para tapar las cuencas oscuras de su calavera, los hoyos de la muerte, y tú le dices «¿Perdón?» y él insiste, «Pregunto por el libro que estás leyendo, ¿verdad que habla de animales luminiscentes?». Animales luminiscentes, como lo oyes, qué harías tú en mi lugar, porque a mí me dan ganas de salir corriendo, y meterme en el primer taxi que pase, así que cojo mi abrigo y mi libro y salgo a la calle y me meto en el primer taxi que pasa, que es un taxi viejo, de los que no se ven ya por Madrid, un vehículo alemán precioso, o que al menos fue precioso hace mucho años, y ahora sólo le quedan historias silenciadas y una tapicería gastada, y un conductor pequeño y esférico como un satélite marciano, y le pido que me lleve a Tirso, llévame a Tirso en este taxi de otro tiempo, hay alguien que me espera en el mercado de las flores, una melena enredada en el humo de un cigarro, unas sandalias que temen la llegada de la lluvia, pero cuando llego allí no hay nadie, ponte en mi lugar, ¿qué harías tú? Beber más para recuperar la trayectoria del tiempo, cerrar bares, abrir botellas, vagar, sentarte en un banco y continuar con la lectura, mucho más despacio ahora, porque estás ya medio borracho y a las palabras les cuesta superar la distancia que separa el papel de tus ojos, caen como pollos de gorrión que aún no saben volar, y tú te esfuerzas muchísimo, quieres descubrir de qué habla ese párrafo en el que empezó todo, pero te distraes constantemente: unos metros más allá, una mujer habla de una vida que nunca tuvo, un gato ladra a un perro que huye y un cometa en llamas atraviesa el cielo. Parece que va a llover y para colmo alguien se acerca a ti y te pregunta «¿Verdad que tu libro habla de del filamento de las bombillas?» y levantas la vista y ves al hombre del café, al mismo viejo prematuro con los mismos ojos que tapan los agujeros de la muerte, los sumideros del tiempo. Tiene en el marco de sus gafas algunas palabras que se han perdido de tu libro: tramoya, malabar, calefactor e invierno, pero tampoco allí hay ni rastro de la mujer a la que estás buscando. No me contestes aún. No apagues el cigarrillo. No descuelgues el teléfono. El bosque se ha conjurado a nuestro alrededor. En cualquier momento nos van a salir alas. He olvidado cómo se vuelve a casa.