Tarde para un columpio

Solo, por favor

 

No sé si se han preguntado alguna vez por qué los niños parecen correr por todas partes en un parque con columpios. Desgraciadamente, no tengo la respuesta. Ahora bien, les contaré algo:

Debían de ser las seis de cualquier tarde de abril en el parque del río. Los chavales que habían acabado las tareas, los que decidieron postergarlas o los que, sencillamente, optaron por no hacerlas, empezaban a llegar. Simultáneamente, la terraza donde compartía aperitivo con unos amigos fue ocupándose por padres, madres y abuelos de los chiquillos. Si antes nos molestaba la poderosa luz solar, progresivamente nos fue incordiando el murmullo de la chiquillería. Aunque, a decir verdad, todos, incluidos los adultos allí sentados, contribuimos a elevar los decibelios en la primaveral tarde —es así, uno trata de adaptarse al medio para hacerse oír—. Llegó un momento en que escuchar era lo de menos, al menos para mí. Comencé a observar los juegos de los rapaces, que en cierta forma evocaban recuerdos de mi infancia.

Siete niñas y niños de no más de seis años se dedicaban a acarrear arena en camiones de plástico para volcarlos en montañas; al cabo de media hora habían creado una formidable cordillera. Me pareció apreciar hasta tres grupos con niños y niñas de edades comprendidas entre los seis y los ocho años. Algunos de ellos pasaban eventualmente de un grupo a otro, aparentemente por la llegada de un nuevo miembro o quizá por un cambio de juego. Uno de los grupos jugaba al pilla-pilla o a algún otro juego parecido. Un segundo grupo, el más numeroso, jugaba yendo y viniendo a la fuente, y, entre gozo y alborozo, los más audaces aprovechaban los viajes a los urinarios para cargar agua de los lavabos en botellas de plástico. El charco en torno a la fuente no era comparable al guirigay que fue montándose entre las mesas próximas a los baños del bar. En el tercer grupo de este rango de edades se habían formado dos equipos de cinco miembros, que jugaban al fútbol entre dos bancos de madera. He de decir que solo hubo un balonazo de cierta importancia: justo cuando uno de los camareros se disponía a repartir ímprobamente botellas, vasos y jarras de la bandeja a los de la mesa de al lado, quienes, salvo un señor que iba como un pincel y recibió el contenido íntegro de una jarra de cerveza, reaccionaron con admirable prudencia (y, finalmente, el tipo empapado logró mantener, digamos, la cabeza fría). Junto a los futboleros pequeños, otro grupo más numeroso de chavales que rondaban los diez años discutían de vez en cuando con aquellos mientras devoraban con ojos y dedos lo que fuera que estuvieran tramando con sus smartphones. Así que, no pude saber si jugaban o no y, por tanto, no pude evocar nada de mi infancia a los diez años.

Han leído bien: ningún columpio. Eran algunos de los adultos sentados en la terraza quienes empezaban a columpiarse, después de algún botellín o algún vinito de más.

Pasaban las ocho de la tarde cuando apareció la Policía. Pueden imaginarse el revuelo de los chiquillos: dos coches con luces azules y cuatro agentes de uniforme bastaron para que una docena de niños se arremolinara a ver de qué iba aquello. Padres y abuelos seguían apalancados, pero comentando la jugada, por supuesto. Eso no fue nada: en diez minutos se estaba formando un feroz atasco en la calle más cercana; llegaron dos motos más y un camioncillo con dos operarios municipales, que iban vallando parte del carril aledaño al parque, la acera que mediaba y buena parte de un amplio y desusado descampado en el que morían los jardines. Pronto supimos para qué: apenas un cuarto de hora después hacían su aparición un volquete y una descomunal grúa. Entre operarios y policías desbridaron la lúgubre lona que portaba el volquete. El operativo era tan espectacular, que a las ocho y media aún no se había oído a ningún niño protestando por ir a cenar. Sencillamente, porque menores y adultos asistíamos boquiabiertos a la instalación de un columpio. Debería decir «el columpio». Una estructura de unos diez metros de altura que cubría una superficie similar a la que ocupa un quiosco de prensa.

Fue eficiente, fue efectivo y fue efectista: una horda de coches relucientes aparecieron de la nada y de ellos salieron alcalde, dos concejales y media docena de individuos que parecían pintar algo también. Eran las nueve y cuarto, el Sol ya escondido relamía el final del día entre algunos edificios y el columpio quedaba inaugurado. Apenas cayeron cortadas las cintas de la ceremonia, los niños se abalanzaron hacia el columpio. El alcalde pudo fintar a los primeros, mas no a los siguientes. De alguna forma, su cuerpo pasaba a integrarse en la magna obra hasta que el flujo de niños fue atenuándose y dos agentes lograron izarlo. El buen hombre trataba de mantener la sonrisa hacia la concurrencia adulta, a pesar de las visibles magulladuras en la cara y de los leves aspavientos con que se sacudía el traje arrugado. Hasta que un grito lo alertó y le hizo girarse para ver qué sucedía a sus espaldas.

No se me ocurre nada más gráfico que esos montículos de termitas africanas que habrán visto quizá en los documentales de La 2. Niños chillando y empujándose hacían bambolearse al flamante artefacto. Los pequeñines, que empezaban a dudar de que aquello fuera divertido, sollozaban pidiendo ayuda. Algunos de los medianos se descolgaban como podían, otros caían sobre los que trataban de encaramarse… Tanto policías como demás adultos seguíamos atónitos aquel enjambre. Hasta que, por fin, todos a una, acudimos corriendo a rescatar a las pobres criaturas.

Demasiado tarde: el columpio se derrumbó. Afortunadamente, no hubo fallecidos, pero al día siguiente al titular en portada del principal diario de la provincia le seguía esta cabecera: «Ciento diecinueve menores, según la Policía, veintidós menores, según los organizadores, han sido hospitalizados con heridas de diversa consideración…».

Recientemente, unos meses después, he vuelto a pasear por aquel parque. No he visto muchos niños, pero los pocos que había (tal vez veinte) se repartían entre columpios sencillos: un par de balancines, tres toboganes, una estructura semejante a un puente… Los pequeñines jugaban con la arena o circulaban en motos de plástico. Supongo que tomó buena nota el nuevo alcalde elegido tras las elecciones de mayo.