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La cita con un ser vivo —argumentaba— suponía la posibilidad de vivir, de seguir viviendo con normalidad. Nada que ver, pues, con las citas y encuentros rotos que él recomponía en un sótano ocupado por marionetas de madera que iban de un estante a otro.
La cita con ella en el jardín de los difuntos, era, por el contrario, un encuentro con la vida y con la muerte al mismo tiempo, puesto que, después, al separarse en el jardín, los dos tendrían la posibilidad de reaparecer en la memoria.
Mientras tanto, un payaso, extenuado en pistas de circo y teatrillos, se cosía un traje de sombra hecho a medida para la última función. Actuación que tenía «prevista antes de colgar para siempre el traje de sombra en el armario»—señalaba, pintándose la cara de blanco por enésima vez.
Más allá, una gaviota picoteaba la cabeza de una paloma que había cazado, y su diminuto corazón, también picoteado, caía a trozos del pico de la gaviota a la boca de una alcantarilla. No se puede decir poéticamente que el corazón se desprendía a trozos, como si el viento arrancara pétalos de flor. Era sólo una devoración, con pruebas de sangre.
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