Decidí crear mi propia banda cuando tenía doce años, por culpa de mi hermano Lobo, que tenía dieciséis y era rey de una manada. Conocía los peligros, pero podía relamer su orgullo como si llenara el aire con su saliva de colores brillantes e insistí en que me metiera en la banda como una más, como esas niñas que entran en las maras porque se sienten fuera de lugar, porque nadie las quiere lo bastante, ni en la casa ni en la calle. Suelen ser guapas y rebeldes, pero necesitan que las quieran, que les arranquen la rabia que llevan encerrada, sin tabúes ni cháchara moralizante.
En cuanto las niñas entran en el Empíreo, nuestro local, el guapo de turno las hace sentirse importantes. Se creen que las quieren, sienten que están en el mismo río, sin saber que en esa agua bendita que se bebe hay sangre. Como en un videojuego, naces y mueres cien veces, y vuelves con un cuerpo distinto de cada viaje. Todo lo que te pase es experiencia. Como hermana del rey, podría haberme librado del rito de entrada, pero quería vivir en mi cuerpo lo que sentirían las que vinieran más tarde. Me drogaron con una mierda que se llamaba tranquila, el objetivo era hacer conmigo lo que quisieran, no hacía falta romperme la ropa y dejarme hinchados los labios y amoratados los muslos, los brazos y el cuello, como si hubieran querido estrangularme, pero eso fue lo que pasó, ante la mirada de todos. Y me dejé hacer, no sin morder como gata preñada, porque tenía prisa por llegar a las entrañas de la banda. La ley me protegería hasta los dieciséis, luego sería otra vez una pringada.
En el barrio, nos desentendíamos de los padres desde que veíamos la primera sangre en el cuarto de baño, con esa edad teníamos el cerebro lleno de espacios en blanco, un pasado lo bastante escaso como para construir un presente aciago, de barco a la deriva, sin marcos de referencia, hasta que un día nos poníamos a bailar todas juntas con música de Los insurgentes, rap colombiano del bueno, engendros del pantano, drogadictos en serie, en la caverna del Empíreo, antes de perrear en los secreteres de los lavabos con la mente calentita por la tranquila, una soberbia mezcla de coca y fentanilo traída directamente de California. Nuestra superioridad estaba en la violencia que éramos capaces de ejercer frente a la debilidad de una sociedad corrupta que solo pensaba en cascársela jodiendo a la Tierra, una puta planetaria al servicio de unos cuantos cabrones que le sangran la teta al populacho. En la danza, nos sentíamos importantes, lanzando patadas y puñetazos al aire, cruzando los brazos, jurando en silencio, arrastrando los pies por el suelo sucio, mordiéndonos los labios, rajando la noche con verdades absolutas.
Llegué a reina en dos años; en ese tiempo, capté a una veintena de niñatas del colegio de la Inmaculada del barrio. Las que salían con más ganas, las que fumaban a escondidas bajo los puentes del Besós y todavía no conocían los placeres de la vida, pero empezaban a imaginárselos en los labios del qué asco, tío, pero dame saliva, perro, y esfúmate, porque para tocarme el negro tienes que haber matado a alguien.
¿Para qué perder el tiempo? Cuando entraban en el Empíreo y veían en la oscuridad la danza coordinada, los videos de la peña conspirando por la paz, cambiando monedas con Satanás, con las venas llenas de meta, se dejaban atrapar, los chicos las llevaban a beber y fumar; primero, maría y luego, la realidad dejaba de ser papás y mamás y se llenaba de compas, mendas y colegas, dedos manchados, sueños húmedos y placer extraído a cañonazos de un dolor innecesario.
Visto desde lejos y en la cama de la prisión, ahora que soy más leída, aquello era como una ruca piramidal: las chicas entraban con doce o trece años, bebían, se drogaban, eran violadas por todo el grupo y apaleadas como si fuera un aprendizaje del que saldrían curtidas para siempre: el placer bebe de las mismas fuentes que el dolor. Después venían los enfrentamientos con otras bandas, navajas y tráfico, sobre todo los chicos. Nosotras éramos los premios; pero, como entrabas, salías cuando cumplías los dieciséis. Y no podías elegir, o no volvías más o una paliza bajo el puente te dejaba inhabilitada durante un mes. Después, todo vedado, como si no te hubieran visto nunca. Te llevabas unos cuantos tatuajes, una historia de amor incondicional y hasta otra, dejabas de ser una niña con dieciséis, pero seguías siendo una niña frente al mundo exterior y sus normas.
Si todo iba bien, la vida empezaba después. Una se fue para empresaria, otra para maestra de escuela, otra se dedicó a ayudar a sus compadres procedentes de Colombia, yo seguí con el tráfico de drogas y acabé en el trullo con veintidós, oliendo el mar detrás de las paredes, pero no me achantaron esas viejas que se creen las dueñas de la cárcel. Sé cómo hacerlas sufrir y me tienen miedo. Saldré pronto y tendré a una niña de cuatro años esperando. Desde luego, no la dejaré entrar en las maras, una vez que has visto todo lo que hay que ver, la vida es una jaula sin otra perspectiva que envejecer mientras tus recuerdos se desvanecen como un salivazo en el asfalto.
Aquellos grandes tiempos me avergüenzan, pero son mi diamante en el negro que tengo entre las piernas de aquella comunión con la peña que le besaba el culo al innombrable y que nunca más volverá a repetirse. La etnia, el alambre que nos atravesaba el cerebro, ahora tiene alas y vuela tan alto que ya no puedo verla. Ni siquiera sé, si después de haberme vaciado, soy capaz de amar, con la gran excepción de mi chiquitina, que solo me han dejado tenerla hasta que cumplió los tres años, ya que la ley no permite más tiempo en la prisión, para que no se acuerde de dónde se ha criado.
Solo un año más, mi amor, y estaré contigo.