A juicio de Virginia Woolf, los escritos del ensayista inglés William Hazlitt (1778-1830) se sumergen en las curiosas profundidades de la psicología humana y rastrean el porqué de los comportamientos. No se quedan en la superficie del asunto, sino que escarban en las razones que hay detrás de las opiniones de las personas. Hazlitt escribió mucho y sobre muchísimas cosas en su infatigable tarea de periodista necesitado de ganarse la vida. Pero escribió con sabiduría filosófica, hundiendo su bisturí analítico en muchos y diversos aspectos del quehacer humano: al arte, la literatura, las actitudes, las manías y los deseos de la sociedad de su época. En el librito que tengo entre manos se recogen dos ensayos suyos donde aborda el tema de la muerte: Sobre el sentimiento de inmortalidad en la juventud y Sobre el miedo a la muerte (Palma de Mallorca: José J. de Olañeta Editor, 2020).
¿Por qué los jóvenes no temen a la muerte? Hazlitt responde: no solo no temen a la muerte, sino que ni se les ocurre reflexionar sobre ella. Ningún joven se entretiene en pensar que algún día morirá. Según Hazlitt: «la vida es un extraño don y sus privilegios son en sumo grado milagrosos. No es extraño, pues, que cuando ese espléndido favor nos es concedido al principio, nuestra gratitud, nuestra admiración y nuestro gozo nos impidan reflexionar sobre nuestra propia nada o pensar que algún día nos será retirado». Cuando somos jóvenes nos creemos inmortales y empezamos a vivir.
¿Y qué es la vida? Nosotros y Hazlitt sabemos que se trata de una ilusión. Muy pronto descubrimos que la madrastra Naturaleza, tras habernos aupado a contemplar los destellos de un luminoso universo lleno de oportunidades, nos baja de repente al suelo y hace estallar ante nuestras narices el espejismo de las promesas que, momentos antes, nos había mostrado. ¿Y qué hacemos entonces? ¿Quedarnos hasta el final del espectáculo embobados por las luces de las bambalinas? ¿Desalojar el teatro antes de que caiga el telón? De repente intuimos que, como dijo el poeta, la representación iba en serio y que falta poco para que se acabe. Habrá que darse prisa.
Pasemos al segundo ensayo del libro de Hazlitt: Sobre el miedo a la muerte. En él, nuestro ensayista se pregunta: ¿Por qué los viejos —o, mejor dicho, algunos viejos— temen tantísimo a la muerte? Cuando escribe este ensayo, Hazlitt no supera los cuarenta y cuatro años de edad. Todavía no ha iniciado la andadura hacia la vejez. Escribe sin haber perdido facultades, pero no ignora que el pasillo de la vida pronto se oscurecerá y estrechará.
Habrá que distinguir, dice el prosista, dos clases de viejos. Por un lado, aquellos que vivieron engañados y gastaron su vida sin atisbar la cercanía del final y ahora querrían enmendarse para realizar lo que no pudieron llevar a cabo. Por otro, los viejos que llevaron una vida satisfactoria, una vida de acciones, compromisos y peligros, y aceptan la ineluctabilidad de la desaparición final. Quien haya vivido de veras, opina Hazlitt, no le importará morir. Dejará tras de sí un buen recuerdo, una mano amiga lo acompañará a la tumba y en su epitafio podrá escribir “Me voy agradecido y contento”. Pero «si solo deseamos seguir en escena para complacer nuestros obstinados humores y nuestras pasiones torturadoras —concluye el autor—, mejor será que nos vayamos de inmediato. Por el contrario, si solo abrigamos un afecto por la existencia en función de lo bueno que obtenemos de ella, el dolor que experimentaremos al partir no será muy intenso».
En tales condiciones, no nos debería importar morir.
Moraleja
—Si usted todavía es joven, amigo lector, comprenderemos que se comporte como un insensato y piense que nunca morirá. Sin embargo, todo apunta a que está equivocado y cuanto antes ajuste su comportamiento a las leyes de la Naturaleza, tanto mejor para usted y quienes le rodean. ¡Basta ya de tanta tontería!
—Si se halla usted en el equinoccio de la vida recuerde que es precisamente en otoño cuando cosechamos lo que previamente hemos sembrado. Aproveche la circunstancia. Ahora comienza también la siembra de lo que deseamos ver florecer en la próxima vuelta al Sol. Se lo dice quien lleva muchos años cultivando su modesto huerto y está habituado a contemplar la caída de la hoja.
—Si su posición, finalmente, es la de quien se prepara para despedirse del escenario, no se duela. Antes de que usted naciera pasaron muchos eones y nada de lo que sucediera en ese lapso de tiempo le importó. Tras su muerte pasarán otros tantos o más y en nada le afectarán. Piense que esto, al fin y al cabo, también es un consuelo.