Lo de Sedjem no tiene nombre. Cuando le miras, lo primero que llama la atención son sus orejas, extremadamente pequeñas, un tamaño que se acentúa por su rostro demacrado, con una piel enjuta y apagada y la cabeza rasurada. Pero lo más sorprendente de todo esto es que Sedjem posee un oído increíblemente agudo, fino y con el mayor alcance que haya podido conocer en cualquier persona, clínicamente probado, según comenta el propio Sedjem.
Muchos vecinos, que saben de su peculiaridad, dicen envidiar su alta capacidad auditiva, pero él siempre se refiere a ella como si hablara de una condena. Lo que, para otros (el oír como un felino) podría parecer una ventaja para estar alerta ante cualquier eventualidad, para Sedjem esta cualidad la sufre como una maldición que le impide tener ni un instante de reposo.
El mundo está lleno de ruidos, en demasiadas ocasiones con un volumen muy agresivo. Gritos, motores por todos los lados, pantallas que lanzan sonidos sin parar, risotadas y conversaciones constantes, zumbidos, traqueteos, ladridos, músicas que se suceden unas a otras… por no hablar de los acontecimientos festivos, con fuegos artificiales, tracas y petardos, o de las celebraciones deportivas, tan dadas a ser expresadas con gran alaraca y griterío.
Parece que el mundo no puede permanecer en silencio, y lo que para la mayoría son sonidos habituales a los que, pese a ser demasiado elevados por norma, ya están acostumbrados, para Sedjem se convierten en una verdadera tortura, difícilmente soportable, por lo que no es extraño verle caminar con unas orejeras aislantes cubriendo sus diminutas orejas.
El dormitorio de la casa de Sedjem tiene su ventana dando al patio de luces del edificio y en la aparente, para cualquiera, quietud de la noche, cuando parece que duerme todo el mundo, descubre con su particular sensibilidad para el sonido que la actividad (ruidosa) no se detiene en absoluto.
Cualquier pequeño ruido llega a sus oídos de manera clara e identificable, desde el crujido del somier de la cama cuando el durmiente se gira sobre sí mismo, hasta el zumbido del motor de los frigoríficos, cualquier pedo o eructo soltado en intimidad o, incluso, los susurros y gemidos más privados, que llegan a sus sentidos con tanta claridad como las voces diurnas y abiertas de quienes los producen, llegando a identificar, por efecto de la experiencia, al emisor de tales ruidos.
Pero lo más alucinante de la capacidad de Sedjem está relacionado con Ismael, nuestro vecino del sexto, ese que lleva años tecleando su existencia en forma de relato infinito con su antigua máquina de escribir.
Lleva tanto tiempo escribiendo en el mismo teclado que el oído de Sedjem ha aprendido a identificar de manera sorprendente la pulsión ejercida por Ismael en cada tecla, convirtiendo cada particular impacto en una especie de alfabeto, como el morse, que Sedjem ha logrado descifrar hasta comprenderlo como si de un lenguaje hablado se tratase.
Me cuenta Sedjem que Ismael habla de todos los integrantes de este curioso patio de vecindad con extrema meticulosidad y detalle, pero que nunca se atrevería a confesarle que puede escuchar y comprender lo que sus dedos teclean incansablemente.
El por qué Sedjem sigue viviendo en un entorno tan ruidoso y agresivo para sus sentidos se me escapa, aunque sospecho que está relacionado más con la familiaridad de los ruidos y sonidos que le rodean que con el volumen de los mismos. Hablando muy bajo, como siempre hace y pide que hagamos los demás, él mismo me contó un día que en el entorno campestre, donde parecería que son menores o más suaves los ruidos que en la ciudad, lo que escucha se convierte en una verdadera pesadilla. Los sonidos que le llegan son desconocidos y parecen producidos por monstruos, fieras salvajes, espíritus surgidos de otra dimensión o alimañas procedentes del mismísimo infierno.
Ilustración: Javier Herrero. Dibujo sobre papel de caca de elefante