Como todos «los» Sant Jordis, Jacinto Umbría se echará a la calle tan pronto ponga, el Sol, su primer rayo en el suelo. Como un flâneur atemporal, recorrerá distancias, floristas y recuerdos, en busca de una rosa. La más roja y perfecta. La más bella, si cabe.
Con ella en las manos, tres horas después, Jacinto regresará a casa. En la siniestra, el bullicio; en la diestra, la rosa como brasa bermeja de una antigua hidalguía de amor hecho sustancia.
Subirá en ascensor, brillarán sus ojos, dará vuelta a la llave, abrirá la nada…
Y en ella dejará la rosa, sin agua ni jarrón, sobre el mueble de la entrada.
Jacinto vive solo. Y solo, año tras año, Jacinto se marchita.
Como las rosas que él mismo se regala.