Hoy he despertado con una extraña y desagradable sensación, no sé si atrapada en mi ánimo por algún sueño perturbador que he olvidado, no sé si por un pálpito angustioso que ha surgido inesperadamente.
Hoy me he despertado con la certeza de que yo no soy yo.
La posibilidad de que se trate de una impresión onírica que se ha quedado latiendo al despertar es realmente plausible, pero ya sea de un origen u otro, es la sensación que tengo ahora mismo penetrando enojosamente en mi persona.
Nunca, hasta ahora, había tenido ningún amago de malestar, depresión o negatividad. Más bien, siempre me he considerado, y también así lo han remarcado aquellos que me conocen, un individuo optimista, que acepta y asume con naturalidad mi propia personalidad y mi propio cuerpo.
Pero hoy, al abrir los ojos, un sabor amargo, como de cerveza, se ha deslizado con cadencia espesa y hasta caliente, no solo por mi paladar, por mi garganta o por mi esófago o intestinos, sino que ha llegado a introducirse físicamente, con una presencia palpable, sensible, orgánica, por todo mi organismo, por mi persona como entidad completa, hasta el punto de pervertir mi entendimiento sobre mi propia identidad.
No alcanzo a entender cómo soy capaz de darle pábulo a ciertas opiniones ajenas, que he convertido en mías, por las que, en virtud de defender y proteger unas comodidades asumidas como normales y legitimadas, rechazan, impiden, frenan y expulsan a quienes, no pudiendo disfrutar de esas prebendas, desean acceder a las mismas. A aquellos que deseando ser como nosotros no llegan a ello por nuestros vetos, fronteras y visados.
Aún acostado, aún con el amargo sabor de este despertar, observo la lámpara ajada del techo desde la cama y siento una vergüenza tan profunda, tan intensa como la bombilla resplandeciente, por mi actitud, por la que asumo como mía, al situar algo tan íntimo como las creencias espirituales como condicionante inexcusable de convivencia para aquellos cuyos dioses no visten, no hablan o no actúan como los imaginados y establecidos, sin razón, aquí.
Me perturba hoy, al despertar, formular consignas de convivencia que acepto sin cuestionamientos, sin reflexiones, sin analizar sus contenidos. Muevo mis músculos y lanzo mis palabras siempre en línea con esas andanadas ideológicas que convienen tan solo a unos pocos y que hemos y he enmarcado como tablas de la ley. Y me encojo de hombros si alguien me lo recrimina, como si la razón de mis actos nada importase. Ahora creo que no soy yo quien piensa y actúa como lo hago y siento un estupor por ello que me asfixia, que me ahoga, que palpita en mis sienes.
Hoy, al despertar, siento que desearía comportarme de manera diferente a como siempre lo he hecho con el sexo contrario, con cualquier opción sexual diferente, con quienes no sienten la sexualidad como yo lo hago. No me siento nada orgulloso de este yo que no soy yo que ha insultado, rechazado, señalado y ha querido marcar obligaciones de comportamiento a quienes disfrutan de sus cuerpos de manera diferente a como yo lo hago o a los que muestran sus cariños con colores diferentes a como me dijeron que debería ser el amor. Y puede que este yo intolerante esté absolutamente equivocado. Así lo siento ahora.
Hoy, al despertarme, al desperezarme, al mirar la pantalla sucia e iluminada de la lámpara del techo, he notado algo muy extraño en mi persona, algo que regurgita, que vomita, que devuelve las ansiedades ficticias causadas por los otros, causadas más bien por mí mismo mirando a los otros, algo que me dice que quien habita mi persona, quien la lleva ocupando desde que tengo uso de razón, quien se hace llamar yo… no soy yo.