Rotonda

M de Mirinda


En el hartazgo circular se contagian rendiciones. Se deja de sentir el mandato. Ninguna voz interna conmina a nada. El rumbo deja de proyectarse recto y se pescadillea, se hace rosquilla infinita, convertido en rotunda rotonda. Los que aún se consideran capaces, o dignos, porque ellos lo valen, de excluirse del hartazgo, o de la evidencia, y se niegan a verse afectados por el perfume de lo humano, que desarma, intentan salir de la rotonda a las bravas, sin encender intermitentes, sin respetar las trayectorias de los inmersos en el mantra circular. No llegarán muy lejos. Es la ley de los pulpos: a una ventosa le sigue otra; a una rotonda, una sarta-ristra de ellas. Eterno deambular de aro en aro, de comezón en comezón, de ombligo en ombligo, de pozo en pozo. Los que no salen de la rosquilla de salida, por falta de ambición o por innata sabiduría, comienzan pronto a disfrutar del mareo de derviche, a dominar el arte de ubicar referencias durante el giro que se repite y repite, narcotizante puro. Los que huyen, los que creen salir de la rotonda, indemnes, valerosos, audaces, lo hacen solo para caer en la siguiente, y en otra y en otra más. Y, sí, ganan paisajes al circular de una cuenta del collar a otra, al pisar, hasta el agotamiento, el embrague de la esperanza de cambio, pero se pierden disfrutar eternamente del fulgor de la perla. Esta nácar tiene, del que se trasluce, para los que no ven más allá, que la danza se ha de empezar cuanto antes, sin perderse en expediciones. No se trata de circular, ni de quemar naves: arrieros no somos. Lo importante es la danza, comenzar, cuanto antes, a ser giroscopio en la primera rotonda que atravesemos, en esta rotonda vírica, por ejemplo. Rindámonos, rotundamente. Seguiré contando.



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