Rompiendo aguas

Ultramarinos y coloniales

El verano del cincuenta y siete fue como todos los veranos en Valencia: calor pegajoso, siestas interminables y muchas horas de paseo con mi padre, al anochecer, por los callejones del barrio del Carmen. También íbamos a la playa, jugábamos al balón en algún descampado próximo y, de vez en cuando, nos tomábamos una horchata con rosquilletas. «He de aprovechar para estar con el chico —gruñía—, porque si no, me lo vais a mariconear». Yo tenía entonces cinco años y una comprensión muy limitada del mundo, un lugar del que mi padre desaparecía durante largas temporadas y yo me quedaba en Valencia al cuidado de mi madre, mi abuela y mi tía, porque él trabajaba a muchos kilómetros y solo podía visitarnos en vacaciones.

Vivíamos en una planta baja de la plaza de Santa Úrsula, junto a las Torres de Quart, a poco trecho del río Turia. En el cauce de ese río, extraordinariamente ancho y enmarcado por muros altísimos, jugábamos a volar el cachirulo y nos comíamos la mona en Pascua, ajenos al reguero de agua que surcaba por su mitad, sin entender las razones de tanto cauce para un río que no parecía de verdad.

Tampoco nuestra planta baja parecía de verdad. No era como otras casas que yo había visto acompañando a mi madre, que era modista, a probar los vestidos a las clientas. En nuestra planta baja no había recibidor, ni pasillo, ni sala de estar, ni habitaciones grandes, ni bañera. Solo había un comedor, al que se accedía directamente desde la calle, una cocina y un excusado al fondo, oculto tras una cortina de flores. Había también una escalerita que subía al piso de arriba, que era donde estaban las camas, alineadas como en un hospital, aunque mis padres tenían su habitación aparte, tras un tabique de madera y cristal.

Yo apenas entendía nada de ese mundo, pero lo contemplaba con interés. Desde el balcón del primer piso atendía al bullicio de la plaza: la gente que entraba y salía de la iglesia; los autobuses de La Chelvana, que paraban allí mismo; el tranvía que se colaba entre las Torres y chirriaba al frenar en la parada. Y cuando estaba harto de mirar la calle, me sentaba al lado de mi madre, que cosía en una silla baja junto a una oficiala que pasaba los pespuntes, y allí consumía las horas, sentado sobre una alfombra, con mis maderitas y mis recortables, escuchando sus conversaciones y aprendiendo cosas.

Entonces hubiera querido entender por qué los viajeros de La Chelvana dejaban en nuestra casa sus maletas, como si fuéramos el despacho de la empresa. También me hubiera gustado saber por qué a la oficiala de mi madre, que se llamaba Isabel, se le hinchó la barriga como si se hubiera tragado un balón de fútbol. El novio de Isabel, un tipo muy simpático, que era cartero y a veces me llevaba a pasear, acabó casándose con ella aquel mismo verano y nos invitó a tomar chocolate en Santa Catalina. «De penalti», sentenció mi padre, relacionando la actividad futbolera con la barriga de Isabel.

El verano del cincuenta y siete fue muy caluroso. En septiembre mi padre se marchó a su trabajo en Soria. En octubre empezó a llover. Primero, poquito. Luego, mucho más. Los viajeros de La Chelvana decían que en Valencia apenas llovía si lo comparábamos con lo que estaba cayendo más arriba, en Villar del Arzobispo o en Chelva, donde el Turia se había desbordado. Hubo un día en que los autobuses de La Chelvana no llegaron a Valencia y otro en que los tranvías dejaron de circular. El catorce de octubre llovió a mares. Nadie por las calles. En casa, Isabel y su reciente marido esperaban a que escampase. Se hablaba del caudal del río, del peligro de atravesar el puente de San José, de la incapacidad de las alcantarillas para tragar tanta agua.

A media mañana del día catorce Isabel rompió aguas. La subieron al piso de arriba y la tumbaron en la cama de mi abuela. Yo hubiera querido saber qué significaba romper aguas y qué relación tenía con los acontecimientos del exterior. En la calle llovía como nunca y el agua amenazaba con acabar con nuestra tranquilidad. Nos quedamos sin luz. Comimos lentejas por turnos y a trompicones. Isabel, estaba rota; las aguas, desatadas.

El marido de Isabel salió a buscar una comadrona, que vivía en la calle Baja. Volvió empapado, diciendo que no se podía ir más allá de la Bolsería. Lo intentó de nuevo, dando un rodeo, por Guillén de Castro. Imposible. Recuerdo perfectamente verle desde el balcón gritando: «¡Ya viene el agua! ¡Ya está aquí! ¡El agua, el agua!» Y, tras él, la llegada de una lengua de agua rojiza, espesa como el chocolate, por el callejón que bordea las Torres y descarga en la plaza de Santa Úrsula. Alguien destapó las trapas del alcantarillado y algo de agua se escapó por allí, pero, al poco, las alcantarillas dejaron de tragar.

Hubo que precipitar las decisiones. Antes de que el agua ganara altura, mi madre me cruzó la calle hasta la casa de enfrente. Allí, en el tercer piso, vivía una amiga de casa que nos acogió para que pasáramos la noche. En la planta baja se quedaron mi abuela y mi tía cuidando a la parturienta, mientras que el marido de Isabel improvisó un dique con tablones para evitar que el agua entrara en casa.

Al día siguiente la situación se había calmado. El agua había anegado la parte baja de la ciudad. Hubo muertos y muchísimas pérdidas económicas y emocionales en Valencia. Cuando abandonamos el piso de la vecina y volvimos a casa me encontré con una intrusa que agravaba, todavía más, mi incomprensión de aquel mundo en que vivíamos: una niña diminuta y morenita, envuelta en sábanas, que dormía a pierna suelta en lo que hasta entonces había sido mi cuna. Por un instante caí en la cuenta de que aquella lluvia torrencial, la rotura de aguas de Isabel y la riada de Valencia me habían desalojado de mi condición de niño malcriado. Ni madre, ni abuela, ni tía. Cuando volviera mi padre se iba a encontrar con un chico de verdad a quien nadie podría mariconear en el futuro.


El artículo anterior se publicó en el número 21 de la revista La Ignorancia (invierno 2018-19). Acceda a la revista completa en: http://www.laignoranciacrea.com/portfolio/numero-22-agua/