En plena búsqueda de la felicidad, Cancio resolvió que había pasado largo tiempo solo. La vida de anacoreta debía dar paso a la exuberancia y a la dicha junto a seres queridos. Merecía imbuirse de todo aquello de lo que había abominado durante años: no solo de compañía, sino también de bienes materiales. Y, así, empezó el día desayunando un café con churros. Nadie le conocía en el bar Pachús, pero él parecía conocer a todos los paisanos desde época inmemorial. No ahorraría simpatía desde entonces.
Sería más difícil colmar de regalos a sus sobrinos y a los hijos de sus sobrinos. Sobre todo, cuando cayó en que la exigua pensión habría influido algo en la vida que intentaba dejar atrás. Empleó el día entero en visitar los bazares orientales del barrio: juguetes de plástico a euro, extraños objetos de adorno, libros para colorear, disfraces de superhéroes… Deseaba ver las caras de niños y adultos cuando abrieran los paquetes que acababa de envolver. Aunque ya se habían encendido las farolas, decidió retomar el paseo en la temprana noche otoñal. Curioseando gestos y movimientos de viandantes, le vino la extraña idea freudiana de que recordar era la mejor manera para olvidar. Lo que le animó a revolver el bolsillo del pantalón, donde halló un billete y unas monedas: se regaló un décimo de Lotería de Navidad y dio las monedas al mendigo apostado a la salida de la administración de loterías (“apostado”, subrayó). Había comenzado el primer día de su nueva vida, cargadito de clichés, cuando el sol pasaba por sus horas más bajas.
Pocas semanas después, instalado en su condición de abuelo pródigo, recibió la llamada de Raquel, la esposa de su sobrino Ismael: «¡Tío! ¿Te acuerdas del número que escribiste en el cuaderno de Tobías?». No recordaba ni una cifra, pero sí que lo había dejado escrito allí. Tobías le había enseñado hace unas semanas el cuaderno de sus avances gráficos, en el que monigotes y casas con tejados triangulares compartían papel con guarismos y grafías incipientes. Fue en una hoja en blanco donde Cancio se había dibujado con la sonrisa entre la barba canosa, de donde, a su vez, emanaba un bocadillo con el número 30.126. El mismo número que le recordó Raquel al otro lado del teléfono: «¡El Gordo, tío! ¡Te ha tocado el Gordo!». Sintió euforia. Ese extraño júbilo por sentirse recompensado. Como si lo mereciera, sin saber exactamente el mérito, atribuyendo una suerte de justicia poética, sin más, porque sí. En plena excitación, el primer pensamiento frío: cómo emplear el dinero del premio. Sintió que escalaba de estatus y que ya era hora de adquirir una vivienda en propiedad (y, por qué no, con radio). Así que, después de celebrarlo con toda la familia, al día siguiente iría a ver pisos por el centro.
El cuento de la lechera es un clásico de todos los veintidós de diciembre. Es, en el fondo, el zarandeo de la vuelta a casa por Navidad, cuando las muñecas de Famosa se dirigen al Portal. Porque el veintidós de diciembre es poco más que el fantasma de las navidades pasadas, el de los recuerdos de una infancia algo más alejada de la enculturación yanqui, cuando el pistoletazo de salida aún no lo marcaban la pesadilla antes de Navidad ni el blacfraidei, mucho antes del jueves negro del Caudillo, incluso más allá de las saturnales. Pues no celebramos sino algo cíclico, acaso un cumpleaños mundial. Por eso también acecha el fantasma de las navidades futuras, ya que, con lotería o sin ella, en el imaginario popular flota el deseo de que, durante el siguiente giro alrededor del Sol, nuestras cuitas tornen en ventura. Es un futuro soñado, claro está, pero ¿acaso no deformamos también el pasado?
Las calles del centro estaban colapsadas aquel veintitrés de diciembre, sábado. Tiendas y restaurantes hervían de animación como si a todo el mundo le hubiera tocado la lotería. A todo el mundo, salvo a los de siempre: la niña que tiritaba a la puerta de la pastelería tocando una guitarra que ocupaba más que ella, la pareja con andrajos que compartía un vaso de papel humeante en la entrada a una cafetería… La Lotería de Babilonia que jamás toca. Esa fue la realidad que halló Cancio en las calles de Madrid aquel mediodía.
Sin dinero, tan solo con la promesa en papel de cobrar cuatrocientos mil euros cuando canjeara el décimo, Cancio regresó al piso. «¿Una casa nueva? Para mí, algo para legar a mi familia». Fue en ese pensamiento cuando se le apareció el fantasma de las navidades presentes, las que estaba a punto de vivir al día siguiente en la cena de Nochebuena. Se juntaron todos en la casa de su sobrino Ismael. Resultó cálida la velada, repleta de intercambios afectivos de diverso sabor. Pronto supo que podría restar amargura si les ayudaba a pagar algunas deudas.
Al día siguiente, Navidad, fue el propio Cancio quien se ocupó de derramar el cántaro de leche. Adiós a la idea de adquirir una casa en propiedad, que eran Genaro y Úrsula quienes necesitaban aliviar su hipoteca, y Juan quien requería una empujón para completar sus estudios en Australia, sin olvidar el imprescindible vehículo propio que le pedían a Ángela en todas las entrevistas de trabajo. Y tantas cosas que no precisaban más que de un parche para seguir adelante. Y tantas cosas que podrían haber cursado cualquier camino también sin ese parche. Pero ahí estaba su tío Cancio, como el mismísimo Mitra encarnando al Sol Invicto, sin necesidad de ser venerado.
Fue así, con el Secreto o sin el Secreto al que alude Borges en la Orden del Fénix, como Cancio se encontró definitivamente. Lástima que falleciera una semana más tarde, justo la noche en que culminó su última vuelta al Sol, cuando todo el mundo da la bienvenida a un nuevo año.
Sin embargo, quiso la caprichosa estrella de Oriente llevar los últimos regalos cinco días después, la noche en la que los niños afortunados son verdaderos reyes. Y así, Tobías y sus primos disfrutaron del resto del Gordo de Navidad sin saber que en aquella ocasión los reyes no fueron los padres, sino el difunto tío Cancio.